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Relatos Cortos

Esta es una discusión para el tema Relatos Cortos en el foro Libros, bajo la categoría Temas de Interes General; Antes de empezar a trabajar solia dedicar a diario un par de horas a la lectura de novelas. Todo ello ...
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  1. #1
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    Predeterminado Relatos Cortos

    Antes de empezar a trabajar solia dedicar a diario un par de horas a la lectura de novelas. Todo ello cambio con el trabajo y aunque de cuando en cuando logro "sacarle la vuelta" a mi jefa unos diez minutos y dedicarme a leer lo que encuentre; siempre busco relatos cortos en internet con los cuales entretenerme.

    Por ello he creado este topic con la finalidad de poner a su disposicion dichos relatos cortos, que a mi parecer, vale la pena dedicarles unos minutos mientras esperas a que armen el raid, a que se animen a lanzar el dota o que se conecte esa persona "especial" al msn.

    Sin mas preambulo.
    Última edición por Yargo; 17/02/2009 a las 12:42
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  2. #2
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Una Estatua Para Papá
    Isaac Asimov

    ¿La primera vez? ¿De veras? Pero por supuesto que ha oído usted hablar de ello. Sí, estoy seguro.

    Si le interesa el descubrimiento, créame que será para mí un placer contárselo. Es una historia que siempre me ha gustado narrar, pero pocas personas me brindan la oportunidad de hacerlo. Incluso me han aconsejado que la mantuviera en secreto, porque atenta contra las leyendas que proliferan en torno a mi padre.

    Pero yo creo que la verdad es valiosa. Tiene su moraleja. Un hombre se pasa la vida consagrando sus energías a satisfacer su curiosidad y de pronto, por accidente, sin habérselo propuesto, termina por ser un benefactor de la humanidad.

    Papá era sólo un físico teórico que se dedicaba a investigar el viaje por el tiempo. Creo que nunca pensó en lo que el viaje por el tiempo podría significar para el Homo sapiens. Sentía curiosidad únicamente por las relaciones matemáticas que regían el universo.

    - ¿Tiene hambre? Mejor así. Supongo que tardará cerca de media hora. Lo prepararán adecuadamente para un dignatario como usted. Es una cuestión de orgullo.

    Ante todo, papá era pobre como sólo puede serlo un profesor universitario. Pero con el tiempo se fue haciendo rico. En sus últimos años era fabulosamente rico, y en cuanto a mí, mis hijos y mis nietos..., bueno, ya lo ve con sus propios ojos.

    También le han dedicado estatuas. La más antigua está en la ladera donde se realizó el descubrimiento. Puede verla por la ventana. Sí. ¿No distingue la inscripción? Claro, el ángulo es desfavorable. No importa. Cuando papá se puso a investigar el viaje por el tiempo, la mayoría de los físicos estaban desilusionados, a pesar del entusiasmo que provocaron inicialmente los cronoembudos. La verdad es que no hay mucho que ver. Los cronoembudos son totalmente irracionales e incontrolables. Sólo presentan una distorsión ondulante, de algo más de medio metro de anchura como máximo, y que desaparece rápidamente. Tratar de enfocar el pasado es como tratar de enfocar una pluma en medio de un turbulento huracán.

    Intentaron sujetar el pasado con garfios, pero eso resultó igual de imprevisible. A veces funcionaba unos segundos, con un hombre aferrado con fuerza al garfio, aunque lo habitual era que el martinete no resistiera. No se obtuvo nada del pasado hasta que... Bien, ya llegaré a eso.

    Al cabo de cincuenta años de no progresar en absoluto, los científicos perdieron todo interés. La técnica operativa parecía un callejón sin salida. Al recordar la situación, no puedo echarles la culpa. Algunos incluso intentaron demostrar que los embudos no revelaban el pasado; pero se divisaron muchos animales vivos a través de los embudos, y se trataba de animales ya extinguidos en la actualidad.

    De cualquier modo, cuando los viajes por el tiempo estaban casi olvidados ya, apareció papá. Convenció al Gobierno de que le suministrara fondos para instalar un cronoembudo propio, y abordó el asunto desde otro ángulo.

    Yo lo ayudaba en aquella época. Acababa de salir de la universidad y era doctor en Física.

    Sin embargo, nuestros intentos tropezaron con problemas al cabo de un año. Papá tuvo dificultades para lograr que le renovaran la subvención. Los industriales no estaban interesados, y la universidad pensaba que papá comprometía la reputación de la institución al empecinarse en investigar un campo muerto. El decano, que sólo comprendía el aspecto financiero de las investigaciones, empezó insinuándole que se pasara a áreas más lucrativas y terminó por expulsarlo.

    Ese decano -que todavía vivía y seguía contando los dólares de las subvenciones cuando papá falleció- se sentiría de lo más ridículo cuando papá legó a la universidad un millón de dólares en su testamento, con un codicilo que cancelaba la herencia con el argumento de que el decano carecía de perspectiva de futuro. Pero eso fue tan sólo una venganza póstuma. Pues años antes...

    -No deseo entrometerme, pero le aconsejo que no coma más panecillos. Bastara con que tome la sopa despacio, para evitar un apetito demasiado voraz.

    De cualquier modo, nos las apañamos. Papá conservó el equipo que había comprado con el dinero de la subvención, lo sacó de la universidad y lo instaló aquí.

    Esos primeros años sin recursos fueron agobiantes, y yo insistía en que abandonara. Él no cejaba. Era tozudo y siempre se las ingeniaba para encontrar mil dólares cuando los necesitaba.

    La vida continuaba, pero él no permitía que nada obstruyera su investigación. Mamá falleció; papá guardó luto y volvió a su tarea. Yo me casé, tuve un hijo y luego una hija. No siempre podía acompañarlo, pero él continuaba sin mí. Se rompió una pierna y siguió trabajando con la escayola puesta durante meses.

    Así que le atribuyo todo el mérito. Yo ayudaba, por supuesto. Hacía funciones de asesoría y me encargaba de negociar con Washington. Pero él era el alma del proyecto.

    A pesar de eso, no llegábamos a ninguna parte. Hubiera dado lo mismo tirar por uno de esos cronoembudos todo el dinero que lográbamos juntar, lo cual no quiere decir que hubiese podido atravesarlo.

    A fin de cuentas, nunca conseguimos meter un garfio en un embudo. Sólo nos acercamos en una ocasión. El garfio había entrado unos cinco centímetros cuando el foco se alteró. Lo arrancó limpiamente y, en alguna parte del Mesozoico, hay ahora una varilla de acero, construida por el hombre, oxidándose en la orilla de un río.

    Hasta que un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos; algo para lo cual había menos de una probabilidad entre un billón. ¡Cielos, con qué frenesí instalamos las cámaras! Veíamos criaturas que se desplazaban ágilmente al otro lado del embudo.

    Luego, para colmo de bienes, el cronoembudo se volvió permeable, y hubiéramos jurado que sólo el aire se interponía entre el pasado y nosotros. La baja permeabilidad debía de estar relacionada con la duración del foco, pero nunca pudimos demostrar que así fuera.

    Por supuesto, no teníamos ningún garfio a mano. Pero la baja permeabilidad permitió que algo se desplazara del «entonces» al «ahora». Obnubilado, actuando por mero instinto, extendí el brazo y agarré aquello.

    En ese momento perdimos el foco, pero ya no sentíamos amargura ni desesperación. Ambos observábamos sorprendidos lo que yo tenía en la mano Era un puñado de barro duro y seco, completamente liso por donde había tocado los bordes del cronoembudo, y entre el barro había catorce huevos del tamaño de huevos de pato.

    -¿Huevos de dinosaurio? -pregunté-. ¿Crees que es eso?

    -Quizá. No podemos saberlo con certeza.

    -¡A menos que los incubemos! -exclamé de pronto, con un entusiasmo incontenible. Los dejé en el suelo como si fueran de platino. Estaban calientes, con el calor del sol primitivo-. Papá, si los incubamos tendremos criaturas que llevan extinguidas más de cien millones de años. Será la primera vez que alguien trae algo del pasado. Si lo hacemos público...

    Yo pensaba en las subvenciones, en la publicidad, en todo lo que aquello significaría para papá. Ya veía el rostro consternado del decano.

    Pero papá veía el asunto de otra manera.

    -Ni una palabra, hijo. Si esto se difunde, tendremos veinte equipos de investigación estudiando los cronoembudos, con lo que me impedirán progresar. No, una vez que haya resuelto el problema de los embudos, podrás hacer público todo lo que quieras. Hasta entonces, guardaremos silencio. Hijo, no pongas esa cara. Tendré la respuesta dentro de un año, estoy seguro.


    Yo no estaba tan seguro, pero tenía la convicción de que esos huevos nos brindarían todas las pruebas que necesitábamos. Puse un gran horno a la temperatura de la sangre e hice circular aire y humedad. Conecté una alarma para que sonara en cuanto hubiese movimiento dentro de los huevos. Se abrieron a las tres de la madrugada diecinueve días después, y allí estaban: catorce diminutos canguros con escamas verdosas, patas traseras con zarpas, muslos rechonchos y colas delgadas como látigos.

    Al principio pensé que se trataba de tiranosaurios, pero eran demasiado pequeños. Pasaron meses, y comprendí que no alcanzarían mayor tamaño que el de un perro mediano.

    Papá parecía defraudado, pero yo perseveré, con la esperanza de que me permitiera utilizarlos con fines publicitarios. Uno murió antes de la madurez y otro pereció en una riña. Pero los otros doce sobrevivieron, cinco machos y siete hembras. Los alimentaba con zanahorias picadas, huevos hervidos y leche, y les tomé bastante afecto. Eran tontorrones, pero tiernos; y realmente hermosos. Sus escamas...

    Bueno, es una bobada describirlos. Las fotos publicitarias han circulado más que suficiente. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte... Ah, también allí. Pues me alegro.

    Pero pasó mucho tiempo antes de que esas fotos pudieran impresionar al público, por no mencionar la visión directa de aquellas criaturas. Papá se mantuvo intransigente. Pasaron tres años. No tuvimos suerte con los cronoembudos. Nuestro único hallazgo no se repitió, pero papá no se daba por vencido. Cinco hembras pusieron huevos, y pronto tuve más de cincuenta criaturas en mis manos.

    -¿Qué hacemos con ellas? -pregunté.

    -Matarlas -contestó papá.

    Yo no podía hacer tal cosa, por supuesto.

    -Henri, ¿está todo a punto? De acuerdo.

    Cuando sucedió, ya habíamos agotado nuestros recursos. Estábamos sin blanca. Yo lo había intentado por todas partes sin conseguir nada más que rechazos.

    Casi me alegraba, porque pensaba que así papá tendría que ceder. Pero él, firme ante la adversidad, preparó fríamente otro experimento. Le juro que si no hubiera ocurrido el accidente jamás habríamos encontrado la verdad. La humanidad habría quedado privada de una de sus mayores bendiciones.

    A veces ocurren cosas así. Perkin detecta un tinte rojo en la suciedad y descubre las tinturas de anilina. Remsen se lleva un dedo contaminado a los labios y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mixtura en la estufa y descubre el secreto de la vulcanización.

    En nuestro caso fue un dinosaurio joven que entró en el laboratorio. Eran tantos que yo no podía vigilarlos a todos. El dinosaurio atravesó dos puntos de contacto que estaban abiertos, justo allí, donde ahora está la placa que conmemora el acontecimiento. Estoy convencido de que ésa coincidencia no podría repetirse en mil años. Estalló un fogonazo y el cronoembudo que acabábamos de configurar desapareció en un arco iris de chispas.

    Ni siquiera entonces lo comprendimos. Sólo sabíamos que la criatura había provocado un cortocircuito, estropeando un equipo de cien mil dólares, y que estábamos en plena bancarrota. Lo único que podíamos mostrar era un dinosaurio achicharrado. Nosotros estábamos ligeramente chamuscados, pero el dinosaurio recibió toda la concentración de energías de campo. Podíamos olerlo. El aire estaba saturado con su aroma. Papá y yo nos miramos atónitos. Lo recogí con un par de tenacillas. Estaba negro y calcinado por fuera; pero las escamas quemadas se desprendieron al tocarlas, arrancando la piel, y debajo de la quemadura había una carne blanca y firme que parecía pollo.

    No pude resistir la tentación de probarla, y se parecía a la del pollo tanto como Júpiter se parece a un asteroide.

    Me crea o no, con nuestra labor científica reducida a escombros, nos sentamos allí a disfrutar del exquisito manjar que era la carne de dinosaurio. Había partes quemadas y partes crudas, y estaba sin condimentar; pero no paramos hasta dejar limpios los huesos.

    -Papá -dije finalmente-, tenemos que criarlos sistemáticamente con propósitos alimentarios.

    Papá tuvo que aceptar. Estábamos totalmente arruinados.

    Obtuve un préstamo del banco cuando invité a su presidente a cenar y le serví dinosaurio.

    Nunca ha fallado. Nadie que haya saboreado lo que hoy llamamos «dinopollo» se conforma con los platos normales. Una comida sin dinopollo no es más que un alimento que ingerimos para sobrevivir. Sólo el dinopollo es comida.

    Nuestra familia aún posee la única bandada de dinopollos existente y seguimos siendo los únicos proveedores de la cadena mundial de restaurantes -la primera y más antigua- que ha crecido en torno de ellos.

    Pobre papá. Nunca fue feliz, salvo en esos momentos en que comía dinopollo. Continuó trabajando con los cronoembudos, al igual que muchos oportunistas que pronto se sumaron a las investigaciones, tal como él había previsto. Pero no se ha logrado nada hasta ahora; nada, excepto el dinopollo.

    -Ah, Pierre, gracias. ¡Un trabajo superlativo! Ahora, caballero, permítame que lo trinche. Sin sal, y con apenas una pizca de salsa. Eso es... Ah, ésa es la expresión que siempre veo en la cara de un hombre que saborea este manjar por primera vez.


    La humanidad, agradecida, aportó cincuenta mil dólares para construir la estatua de la colina, pero ni siquiera ese tributo hizo feliz a papá.

    Él no veía más que la inscripción: «El hombre que proporcionó el dinopollo al mundo.»

    Y hasta el día de su muerte sólo deseó una cosa: hallar el secreto del viaje por el tiempo. Aunque fue un benefactor de la humanidad, murió sin satisfacer su curiosidad.
    Última edición por Yargo; 29/09/2009 a las 17:08
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  3. #3
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    El amigo Braulio
    Manuel Gonzales Prada


    I


    En ese tiempo era yo interno en San Carlos. Frisaba en los diez y ocho años y tenía compuestos algunos centenares de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas. Disfrutaba una especie de voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito.

    Repentinamente nacieron en mí los deseos de ver en letras de molde algunos versos míos. Por entonces se publicaba en Lima un semanario ilustrado que gozaba de mucha popularidad y era leído y comentado los lunes entre los aficionados del colegio: se llamaba El Una Ilustrado.

    Después de leer veinte veces mi colección de poemas, comparar su mérito y rechazar hoy por malísimo lo que ayer había creído muy bueno, concluí por elegir uno, copiarlo en fino papel y con la mejor de mis letras.

    Temblando como reo que se dirige al patíbulo, me encaminé un domingo por la mañana a la imprenta de El Lima Ilustrado. Más de una vez quise regresarme; pero una fuerza secreta me impedía.

    Con el sombrero en la mano y haciendo mil reverencias penetré en una habitación llena de chivaletes galeras cajas tipos de imprenta.

    -El señor Director? -pregunté queriendo mostrar serenidad, pero temblando.

    -Soy yo, joven.


    Me dio la respuesta un coloso de cabellera crespa, color aceitunado, mirada inteligente y modales desembarazados y francos.

    En mangas de camisa, con un mandil azul, cubierto de sudor y manchado de tinta, se ocupaba en colar fajas y pegar direcciones.

    -Me han encargado le entregue a usted una composición en verso.

    -Pasemos al escritorio.


    Ahí se cala las gafas, me quita el papel de las manos y sin sentarse ni acordarse de convidarme asiento, se pone a leer con la mayor atención.

    Era la primera vez que ojos profanos se fijaban en mis lucubraciones poéticas. Los que no han manejado una pluma no alcanzan a concebir lo que siente un hombre al ver violada, por decirlo así, la virginidad de su pensamiento. Yo seguía, yo espiaba la fisonomía del director para ir adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas veces me parecía que se entusiasmaba, otras que me censuraba acremente.

    -¿Y quién es el autor? -me dijo, concluida la lectura.

    Me puse a tartamudear, a querer decir algún nombre supuesto, a murmurar palabras ininteligibles, hasta que concluí por enmudecer y tornarme como una granada.

    -¿Cómo se llama usted, joven?

    -Roque Roca.

    -Pues bien: yo publicaré la composición en el Próximo número y pondré el nombre de usted, porque usted es el autor: se lo conozco en la cara. Verdad?

    No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada en el hombro, me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si hubiéramos sido amigos de muchos años.

    Al salir de la imprenta, yo habría deseado poseer los millones de Rothschild para elevar una estatua de oro al director de El Lima Ilustrado.

    II


    Cuando el semanario salió a luz con mis versos, produjo en San Carlos el efecto de una bomba. Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber podido aprender latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta en la capilla escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi composición.

    La insolencia de un condiscípulo mío llegó a tanto que al pedirle el profesor de literatura un ejemplo de versos pareados, indicó los siguientes:

    El poeta Roque Roca

    Echa llores por la boca.


    Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla, basta para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la media hora les sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes blanca y con polvos blancos en las pizarras negras. No faltaban variantes, como:

    El poeta Roque Roca

    Echa coles por la boca;

    El poeta Roque Roca

    Echa sapos por la boca.


    Un bardo anónimo, no muy versado en la colocación de los acentos, escribió:

    El poeta Roca Roque

    Es un inconmensurable alcornoque.



    Agotada la paciencia recurrí a las trompadas; mas como el remedio empeoraba el mal, acabé por decidir que el partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a publicar una sola línea.

    Sólo encontré una voz amiga. Había un muchacho a quien llamábamos el Metafórico, por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me llamó a un lado y me dijo con la mejor buena fe:

    -Mira, no les hagas caso y sigue montando en el Pegaso: el ruiseñor no responde a los asnos; poeta-aurora, desprecia a los hombres-coces.


    Las palabras me consolaron, aunque venían de un chiflado. ¿Qué voz no suena dulce y agradablemente cuando se duele de nuestras desgracias y nos sostiene en nuestras horas de flaqueza?

    Yo contaba con un amigo de corazón: Braulio Pérez. Juntos habíamos entrado al colegio, seguíamos las mismas asignaturas y durante cinco años habíamos estudiado en compañía. En cierta ocasión, una enfermedad le retrasó en sus cursos: yo velé dos o tres meses para que no perdiera el año. ¿Quién sino él estaría conmigo? Como ni palabra me había dicho sobre mis versos ni salido a mi defensa, su conducta me pareció extraña y le hablé con la mayor franqueza.

    -¿Qué dices de lo que pasa?

    -Hombre -me contestó- ¿por qué publicar los versos sin consultarte con algún amigo?

    - De veras
    .

    -Tú sabes que yo...

    -Cierto.

    -Estoy hasta resentido de tu reserva conmigo.

    -Lo hice de pura vergüenza.

    -Si alguna vez vuelves a publicar algo...

    -¿Publicar?, antes me degüellan.

    Mantuve mi resolución un mes, y la habría mantenido mil años, si el director de El Lima Ilustrado no se hubiera aparecido en el colegio a decirme que se hallaba escaso de originales en verso y que me exigía mi colaboración semanal. Quise excusarme; pero el hombre -lisonjero- me comprometió a enviarle cada miércoles una composición en verso.

    Acudí al amigo Braulio, le conté lo sucedido y le enseñé todo mi cuaderno de versos para que me escogiera los menos malos; pero no logramos quedar de acuerdo: todas mis inspiraciones le parecían flojas, vulgares, indignas de ver la luz pública en un semanario donde colaboraban los primeros literatos de Lima. Imposible sacarle de la frase: "Todas están malas". A escondidas del amigo Braulio, copié los versos que me parecieron mejores y se los remití al director de El Lima Ilustrado.

    La tormenta se renovó con mi segunda publicación; pero fue amainando con la tercera y cuarta: a la quinta, las burlas habían disminuido, y sólo de cuando en cuando algún majadero me endilgaba los pareados o me dirigía una pulla de mal gusto.

    El único implacable era el amigo Braulio, convertido en mi Aristarco severo, todo por amistad, como solía repetírmelo. Apenas recibía el número de El Lima Ilustrado, se instalaba en un rincón solitario y, lápiz en mano, se ensañaba en la crítica de mis versos: uno era cojo, el otro patilargo; éste carecía de acentos aquél los tenía de más. En cuanto al fondo, peor que la forma.

    -Mira -me lanzó en una de esas expansiones íntimas que sólo se concibe en la juventud-, mira, el hombre no sólo se deshonra con robar y matar, sino también con escribir malos versos. A ladrones o asesinos nos pueden obligar las circunstancias; pero ¿qué nos obliga a ser poetas ridículos?

    Hacía dos meses que publicaba yo mis versos, cuando en el (sino semanario apareció un nuevo colaborador que firmaba sus composiciones con el seudónimo de Genaro Latino. Mi amigo Braulio empezó a comparar mis versos con los de Genaro Latino.

    -Cuando escribas así, tendrás derecho a publicar -me dijo sin el menor reparo.

    Fui constantemente inmolado en aras de mi rival poético: él era Homero, Virgilio y Dante; yo, un coplero de mala muerte. Cuando mi nombre desapareció de El Lima Ilustrado para ceder el sitio al de Genaro Latino, muchos de mis condiscípulos me reconocieron el mérito de haber admitido mi nulidad y sabido retirarme a tiempo. Sin embargo, algunos insinuaron que el director del semanario me había negado la hospitalidad.

    Todos creían envenenarme las bilis con leerme los versos de mi rival, figurándose que la envidia me devoraba el corazón Braulio mismo me atacaba ya de frente, y se le atribuía la paternidad de este nuevo pareado:

    Ante Genaro Latino,

    Roque Roca es un pollino.



    Un día, Braulio, triunfante y blandiendo un papel, se instala sobre una silla, pide la atención de los oyentes y empieza a leer una silva de Genaro Latino, publicada en el último número de El Lima Ilustrado. De pronto, cambia de color, se muerde los labios, estruja el periódico y le guarda en el bolsillo.

    -¿Por qué no sigue leyendo? -le pregunta una voz estentórea-. Era el Metafórico.

    -Que siga, que siga! -exclamaron algunos.

    -Yo seguiré -dijo el Metafórico.

    Se encaramó en la silla que el amigo Braulio acababa de abandonar y leyó:

    Nota de la Dirección. Como, hay personas que se atribuyen la paternidad de obras ajenas, avisamos al público (a riesgo de herir la modestia del autor) que los versos publicados en El Lima Ilustrado con el seudónimo de Genaro Latino son escritos por nuestro antiguo colaborador el joven estudiante de jurisprudencia don Roque Roca.

    El Amigo Braulio no volvió a dirigirme la palabra.
    Última edición por Yargo; 17/02/2009 a las 10:04
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    Soy más imba ke nadie y Dios nunka me nerfeara

  4. #4
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    :arrowu: Todo un clasico "El amigo Braulio". Mas tarde subo algunos cuentos de Borges.:D
    "I am the bone of my sword.Steel is my body, and fire is my blood.I have created over a thousand blades.Unknown to death.Nor known to life.Have withstood pain to create many weapons.Yet, those hands will never hold anything.So as I pray, "Unlimited Blade Works."

  5. #5
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    El canto del crepusculo
    Lester Del Rey

    Cuando alcanzó la superficie del pequeño planeta, incluso las heces de su poder se habían agotado. Ahora descansaba, extrayendo reluctantemente y con lentitud un poco de fuerza del amarillo sol que brillaba en los verdes prados a su alrededor. Sus sentidosestaban debilitados por un cansancio definitivo, pero el miedo que había aprendido de los Usurpadores lo empujaba en busca de algún nuevo atisbo de refugio.

    Se dio cuenta de que era un mundo pacífico, y ese descubrimiento avivó su miedo. Ensus días jóvenes había apreciado una multitud de mundos donde el juego del flujo y elreflujo de la vida podía ser jugado hasta el fondo. Era entonces un universo lleno de vitalidad por donde vagabundear. Pero los Usurpadores no soportaban los rivales en su propia ¡limitada avidez. La paz y el orden que reinaban en aquel lugar significaban queaquel mundo les había pertenecido.

    Los buscó vacilante mientras un leve soplo de energía fluía dentro de él. No habíaninguno allí en aquel momento. Hubiera podido captar inmediatamente la presión de sucercana presencia, y no había el menor rastro de ello. Las lisas y herbosas extensionesse abrían ante él en interminables praderas y campos hasta las distantes colinas. Había estructuras de mármol en la lejanía, de blancura resplandeciente al sol del atardecer, peroestaban vacías; su desconocida finalidad había sido alterada hasta convertirse en un simple decorado sobre aquel planeta ahora abandonado. Su atención regresó; cruzó un riachuelo hasta el otro lado del amplio valle.

    Allí descubrió el jardín. Rodeado por un muro bajo, sus kilómetros y kilómetros de extensión estaban llenos de bosques dispuestos aparentemente como una reserva. Pudo sentir la agitación de vida animal de apreciable tamaño entre las ramas y a lo largo de los senderos sinuosos. Faltaba el alborotado vigor de toda auténtica vida, pero su abundancia podía ser suficiente para enmascarar su propio vestigio de fuerza vital en caso de búsqueda profunda.

    Al menos era un refugio mejor que esta pradera descubierta. deseaba dirigirse hacia allí, pero el peligro de traicionarse con su movimiento lo mantuvo inmóvil donde estaba.Había pensado que su anterior escapatoria estaba asegurada, mas estaba aprendiendo que incluso él podía equivocarse. Aguardó mientras buscaba una vez más indicios de una trampa de los Usurpadores.

    Había aprendido la paciencia en la prisión que los Usurpadores habían diseñado para él en el centro de la galaxia. Había reunido furtivamente sus energías mientras preparaba su evasión en torno a la repugnancia de los otros en tomar la decisión final. Luego se había proyectado fuera en una trayectoria que hubiera debido llevarle hasta mucho más allá de los límites de su dominio en el universo. Y había descubierto su fracaso antes incluso de haber podido recorrer la distancia hasta el extremo de aquel brazo en espiral de una fortaleza galáctica. Sus redes de detección estaban por todas partes, al parecer.Sus grandes líneas de captación de energía formaban una red demasiado fina para ser cruzada.

    Las estrellas y los mundos estaban unidos entre sí, y sólo una serie de milagros lehabían permitido llegar hasta tan lejos. Y ahora su pérdida de energía hacía que la prosecución de tales milagros estuviera fuera de su alcance. Desde que casi habían fracasado en atraparle y secuestrarle, habían aprendido demasiado.

    Ahora buscaba delicadamente, temeroso de activar alguna alarma, pero más temeroso aún de no detectar su existencia. Desde el espacio, aquel mundo había ofrecido la única esperanza en su aparente inmunidad a sus redes. Sin embargo, entonces sólo había dispuesto de microsegundos para comprobarlo

    Finalmente, hizo regresar a sus percepciones. No podía captar la menor evidencia de sus cebos y sus detectores allí. Había empezado a sospechar que ni siquiera sus mayores esfuerzos iban a ser suficientes ahora, pero no podía hacer más. Lentamente al principio, y luego en una repentina acometida, se proyectó hacia el laberinto del parque.

    Nada procedente de los cielos le golpeó. Nada surgió del centro del planeta para detenerle. No hubo ninguna interrupción en el susurro de las hojas y el canto de los pájaros. Los sonidos animales continuaron. Nada pareció consciente de su presencia enel jardín. En un tiempo eso hubiera sido impensable en sí mismo, pero ahora extrajo de ello algo de alivio. En aquel momento no debía ser más que una sombra, ilocalizado e ilocalizaba a su paso.

    Algo avanzó sendero abajo hacia donde descansaba, haciendo resonar ligeramente sus cascos, que apenas rozaban la alfombra de hojas muertas. Alguna otra cosa saltó rápidamente por entre la maleza del borde del camino.

    Dejó que su atención se fijara en ellas cuando ambas salieron al sendero juntas. Y un frío horror lo rodeó.

    Una era un conejo, que en aquel momento mordisqueaba las hojas de trébol que allí había mientras agitaba sus largas orejas y avanzaba su rosado hocico. El otro era un joven venado, llevando aún las manchas de cervatillo. Cualquiera de ellos hubiera podidoser hallado en cualquiera de miles de mundos. Pero ninguno habría sido exactamente del tipo que tenía ante él.

    Aquel era el Mundo del Encuentro..., el planeta donde había descubierto por primera vez a los antepasados de los Usurpadores. De todos los mundos en la apestada galaxia,había tenido que ir a Buscar aquél como refugio!

    En los lejanos días en que él poseía toda su gloria eran meros salvajes, confinados en aquel único mundo, procreando y siguiendo su camino hacia la legítima autodestrucción de todos los salvajes como ellos. Y sin embargo había algo extraño en ellos, algo que entonces llamó su atención y despertó incluso una vaga piedad.

    Debido a esa piedad, había tomado a unos pocos de ellos y los había conducido hacia la elevación. Hasta había alimentado poéticos sueños de hacer de ellos sus compañerosy sus iguales, puesto que las expectativas de vida de su sol estaban tocando a su fin.Había respondido a sus gritos de socorro y les había proporcionado al menos algo de lo que necesitaban para dar sus primeros pasos hacia la dominación del espacio y la energía. Y le habían recompensado con un orgullo arrogante que negaba incluso el menor rastro de gratitud. Finalmente, los había abandonado a su propio salvaje fin y se había marchado a otros mundos, para realizar proyectos más amplios y ambiciosos.

    Aquélla había sido su segunda locura. Habían avanzado ya demasiado en su camino hacia el descubrimiento de las leyes que controlan el universo. De un modo u otro, incluso evitaron su propia autodestrucción. Tomaron los mundos de su sol y los lanzaron hacia delante, hasta que pudieron competir con él por los mandos que él había hecho suyos.Ahora los poseían todos, y él no tenía más que aquel minúsculo lugar allí en el mundo de ellos.... por un cierto tiempo al menos.

    El horror de constatar que aquél era el Mundo del Encuentro menguó un poco al recordar con qué facilidad sus crecientes hordas poseían y abandonaban mundos sin ninguna razón aparente. Y de nuevo sus comprobaciones le demostraron que no había ninguna evidencia de ellos allí. Empezó a relajarse de nuevo, sintiendo una súbita esperanza en lo que había sido temporalmente desesperación. Con toda seguridad, ellos también pensarían que aquél era el único planeta donde él jamás iría a buscar refugio.

    Apartó a un lado sus temores y empezó a dirigir sus pensamientos hacia el único camino que podía ofrecerle esperanzas. Necesitaba energía, y la energía era algo disponible en cualquier lugar no tocado por las redes de los Usurpadores. Había sido drenada al espacio durante eones, una dilapidación de energía que podía hacer estallar soles o crearlos en legiones. Era energía para escapar, quizás incluso para prepararse finalmente a enfrentarse con ellos con ciertas posibilidades de obligarles a una tregua, sino de conseguir una victoria. Si podía conseguir unas pocas horas sin ser detectado,podría atraer y retener aquella energía para sus necesidades.

    ¡Empezaba a tenderse para alcanzarla cuando el cielo retumbó y el sol pareció oscurecerse por un momento!El miedo que anidaba en él asomó a la superficie y lo envió a ocultarse lejos de lavisión del cielo antes de poder controlarlo. Pero por un breve momento hubo aún un rastro de esperanza en él. Podía tratarse de un fenómeno causado por su propia necesidad de energía; quizás había empezado a atraer la energía demasiado intensamente, demasiado ávido de fuerza.

    Luego el suelo se agitó, y entonces supo.

    No había engañado a los Usurpadores. Sabían que estaba allí...; nunca lo habian perdido. Y le habían seguido con toda su enorme falta de sutileza. Una de sus naves exploradoras había aterrizado, y el explorador vendría a buscarlo.

    Luchó por controlarse, y lo consiguió lo suficiente corno para hacer que su miedopenetrara en lo más profundo de él. Luego, con un cuidado que no agitó ni una brizna de hierba ni una hoja sobre una ramita, empezó a retroceder, buscando las densas espesuras del centro del jardín, allí donde la vida era más intensa. Con aquello para protegerle, podría al menos absorber un débil hilillo de energía la fuerza suficiente para rodearse de una sutil aura animal que le Permitiera ocultarse entre las bestias. Algunos exploradores de los Usurpadores eran jóvenes e inmaduros. Si era uno de ellos podría engañarlo y tal vez se fuera. Luego, antes de que su informe llegara a los demás, podríatener una oportunidad...

    Supo que aquel pensamiento no era más que un deseo, no un plan, pero se aferró a él mientras se cobijaba entre la espesura en el centro del jardín. Y entonces incluso ese deseo le fue arrebatado.

    El sonido de pasos era firme y seguro. Se oía el crujir de ramas rompiéndose mientras los pasos se acercaban, sin la menor desviación de la línea recta. Inexorablemente, cada firme zancada llevaba al Usurpador más cerca del lugar donde se había ocultado. Ahora había un débil resplandor en el aire, y los animales escapaban en todas direcciones llenos de terror.

    Sintió los ojos del Usurpador sobre él, y se obligó a apartarse de aquel conocimiento. Y como el miedo, descubrió que había aprendido la plegaria de los Usurpadores; rezó desesperadamente a la nada que conocía, y no hubo respuesta.

    - ¡Sal! Este suelo es un lugar sagrado y tú no puedes permanecer en él. Hemos emitido nuestro juicio y se ha preparado un lugar para ti. ¡Sal y déjame llevarte hasta allí!

    La voz era suave, pero tenía una fuerza que congeló incluso el susurrar de las hojas.Dejó que la mirada del Usurpador lo alcanzara finalmente, y la plegaria en él era muda y dirigida hacia fuera...; y sin esperanzas, como sabía que debía ser.

    - Pero... - Las palabras eran inútiles, más la amargura en su interior obligó a las palabras fuera de él -. Pero ¿Por qué? ¡Yo soy Dios!

    Por un momento, algo parecido a la tristeza y a la piedad asomó a los ojos del Usurpador. Luego desapareció, mientras llegaba la respuesta.

    -Lo sé. Pero yo soy el Hombre. ¡Ven!

    Finalmente asintió, en silencio, y le siguió despacio, mientras el amarillo sol se ocultaba tras los muros del jardín.

    Y aquellos fueron el crepúsculo y la mañana del octavo día
    Última edición por Yargo; 18/02/2009 a las 16:02
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  6. #6
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Mi corbata
    Manuel Beingolea

    Me la regaló Marta, una provincianita a quien seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de seda rosa, oriundo quizá de algún vestido en receso, y sobre ella la donante había bordado, con puntadas gordas e ingenuas, multitud de florecillas azules, que no puedo recordar si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón de Windsor, que olía muy bien.

    Yo por aquel tiempo era un pobrete que se comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del estado. Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para mí inestimable tesoro, que sólo muy escasos mortales podían poseer. ¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Qué cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes había despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surali o un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras, desde el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban “las rebuscas”, cosas que probablemente yo me moriría sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Sólo yo era el preferido. Quizá me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba piano “Al pie del Misti” con bastante sentimiento. ¡Con ella y mis cincuenta soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi poca fe, mi carencia de religión.

    —¿Cree usted en Dios? —me preguntaba a menudo.

    —Naturalmente —le respondía yo.

    —No es bastante, es preciso cumplir con la Iglesia, es preciso creer.

    La verdad es que yo no creía sino en mi pobreza. Sólo se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo.

    Un día fui invitado sin saber cómo a una reunión. Figuraos mi alborozo cuando recibí la siguiente esquela:

    “Grimanesa de Bocardo e hijas tienen el honor de invitar a usted a su casa, Aumente Nº 341, a tomar una taza de té la noche del martes.”

    Y en el reverso: “Señor Idiáquez”. ¡Canastos! ¡Una taza de té! ¡Yo que ni siquiera había comido seriamente aquel día!

    Parecióme recibir una invitación celestial, y me preguntaba si los filetes de oro de la esquelita no serían una insignia angélica. Bocardo… ¡Bocardo! Nombre sonoro, ¡qué diablo! Nombre perteneciente sin duda a algún abogado de nota, de esos que llevan siempre como cola esta frase: “Lumbrera del foro peruano”. ¡Nombre que quizá hace y deshace millones de empleos de cincuenta soles!

    Me emperejilé lo mejor que pude, con un chaquet de diagonal ribeteado con trencilla, unos pantalones de esa tela a cuadritos que parece un trazado para jugar a “El león y las ovejas”; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo, dejando al descubierto la dudosa pechera de mi única camisa formal, donde figuraba un grueso botón de doublé; y un sombrero hongo de copa no más alta que una cáscara de nuez, de esos que puso en moda en Lima el ya olvidado actor Perrín. Y en medio de todo esto, resplandeciente como un astro de primera magnitud, mi famosa corbata. Famosa, sí. ¡Voto al Chápiro!

    La casa de Aumente Nº 341 era un majestuoso prodigio de simetría. Constaba de dos ventanas de reja, una a cada lado de la puerta; dos balcones, uno sobre cada ventana. Adentro, dos departamentos, uno a cada lado del zaguán. En el fondo, una mampara de vidrieras con una ventana a cada lado. Todo allí parecía en equilibrio, repartido a ambos lados de alguna cosa, como hecho ex profeso para demostrar la ley de las compensaciones. Entré. Alguien tocaba un vals al piano, cuyos fragmentos se escuchaban entre un sordo murmullo. Dejé mi sombrero en una salita y penetré en el salón. Multitud de parejas bailaban atropellándose. Grupos animados conversaban en los rincones, en el hueco de las ventanas; algunos jóvenes se paseaban solos, con las manos en los bolsillos. Vi asimismo niñas a quienes nadie sacaba a danzar, bien por negligencia o por ignorancia del baile. Yo hubiera querido ponerme a órdenes de la dueña de la casa, como se estila en semejantes ocasiones, pero —la verdad— sentí embarazo. No me atreví a preguntar dónde se la podía encontrar. Una linda morena vestida color malva, sentada en el extremo de un sofá, me cautivó desde el primer instante. Resolví bailar con ella. Cuando se lo propuse, pareció sorprendida y me miró de arriba abajo. Sin embargo, me dijo con amabilidad exquisita:

    —Tengo ya compromiso, caballero.

    Yo me senté a su lado, sin saber qué decirla al pronto. Me concreté a olerla. Y qué bien olía. ¡Voto al Chápiro! ¡Qué pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor! Ésta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban oleadas que me desvanecían. Indudablemente, la dicha debía de oler a eso. Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acercó, la dio el brazo y desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una esbelta rubia que mordía nerviosamente el extremo de su abanico. Miróme de hito en hito y me dijo secamente: “Estoy cansada”. Luego creí oportuno dirigirme a otra señorita, la cual me dijo, con marcado desdén, lo mismo. Volví a a la carga con otra, que también me despachó fulminándome con una mirada despreciativa. Recorrí las restantes, a las que acababan de bailar y a las que no habían bailado aún, y todas me petrificaban con aquel terrible y descortés: “Estoy cansada”. ¡Y lo mejor es que salían con el primero que se les presentaba! Empecé a amoscarme. Me pareció notar que algo chocarrero, existente en mí, hacíame acreedor al desprecio. Entonces, sin saber qué partido tomar, rogué a un joven que discurría por allí y que me infundió confianza (hay rostros así, que infunden confianza), que me explicara el caso. Miróme con impertinencia y me dijo: “Tiene usted una corbata imposible. ¡Lo mejor que puede usted hacer es largarse, joven!” ¡Corbata imposible! Y me fijé en la de él. En efecto, era una hermosa corbata color vino, hecha de mano maestra, atravesada por un alfiler de oro.

    Salí avergonzado, sin despedirme de nadie. ¿De quién me iba a despedir? Tal como había entrado. Nunca he comprendido por qué me invitaron a aquella casa. Quizá por equivocación.

    Como es de suponerse, la sangre me hervía. Hubiera deseado aporrear, abofetear, pisotear a alguien. Maquinaba venganzas terribles contra la para mí desconocida señora Bocardo. Hubiera deseado decirla: “Venga usted para acá, grandísima tía, ¿con qué objeto me invita a su cochina taza de té, que ni siquiera he bebido?” Y en cuanto a Marta, la muy serrana, ya podía esperarme sentada. ¡Qué ridícula me pareció su corbata! ¡Una corbata que no servía ni para ahorcarse! ¡Que fuera allá con sus horteras! Lo que es yo… ¡que si quieres!

    Desde aquel día se presentó a mi mente un mundo elegante y seductor, desconocido hasta entonces. Comprendí que en la vida había algo mejor que empleos de cincuenta soles. Me harté de las perrerías de mi existencia, de las monsergas de mi patrona, de las comidas del restaurante a diez centavos el plato, esas infames comidas con sabor a chamusquina. ¡Ah, qué mundo tan perro! ¡Qué indecencia! ¡Había que salir de él a todo trance, como se pudiera, sin reparar en los medios!

    Por lo pronto, era menester vestir elegantemente y usar corbatas atravesadas por un alfiler de oro. Haciendo acopio de todo el aplomo que me quedaba, me lancé donde el mejor sastre de Lima. Me hice confeccionar un traje de chaquet según la última moda. Di las señas de mi patrona, a quien anticipadamente anuncié un supuesto destino en la Aduana con sueldo fabuloso, y esperé los acontecimientos. Mi patrona era viuda de un coronel cuyo retrato al óleo, obra del pintor Palas, se exhibía en el salón, amueblado con buen gusto. ¡Cuán distinto del cuarto que me alquilaba en el interior, donde apenas cabía una cama de dobleces! Le rogué, poniéndome grave, que recibiera la ropa que había mandado hacer por cuenta del Ministerio de Hacienda. Cuando oyó “Ministerio de Hacienda” abrió cada ojo la señora… ¡Voto al Chápiro! ¡Jamás he mentido con más aplomo!

    —¿Supongo que me pagará usted lo atrasado? —me dijo con júbilo.

    Con creces, mi querida señora, con creces —le respondí yo, echándome atrás.

    El mejor sastre de Lima no tuvo inconveniente en dejar el traje en el salón de una señora donde se exhibía un retrato tan prócer. Cuando la criada le dijo: “El joven ha salido”, hizo la mar de reverencias.

    “¡Oh! No había para qué molestarse, mandaría la cuenta, ¡bah!” Apenas le vi torcer la esquina, me colé a la casa de mi patrona. Ya estaba allí mi traje, extendido en un sofá. ¡Oh, qué maravilla de traje! Figuraos un chaquet redondeado correctamente, con una gracia mundana singular, una hilera de botones forrados en tela, unas solapas bien alisadas, con poca hombrera. ¡Un chaquet digno del Ministro de Hacienda! Corrí a mi tugurio, lo dejé sobre mi camastro y volví donde mi patrona desolado…

    —¿Qué necesita usted? —me dijo ésta, con tono cariñoso.

    ¡Ah! Señora, ¡usted sabe!, mi sueldo no lo recibiré hasta fin de mes… ¡Necesito ahora cien soles para ciertos gastos! …

    Con el mayor gusto, Idiáquez —respondióme—. Sólo le voy a pedir un favor: si usted puede colocar a mi hijo en su oficina… No es porque necesite nada, mientras yo viva… ¡usted sabe! … ¡pero! ¡Es tan bonito estar en la Aduana!

    Le ofrecí destinar a toda su familia. Entonces me dijo: “¿Gusta usted doscientos?” Puse una cara de banquero que teme comprometerse, y por fin la dije: “¡Bueno, vengan!”

    ¡Si me hubierais visto volver una hora después, en un coche cargado de camisas, sombreros, pares de botas, bastones y cajas de estupendas y lujosísimas corbatas…! Pero prefiero mostrarme en Mercaderes, con mi chaquet, exhibiendo una corbata modelo, atravesada por un alfiler de oro, y con semejante chistera. Me calé los guantes color patito, me puse el pantalón bien planchado, cayendo sobre unos escarpines que, a su vez, caían sobre dos botas de charol, flamantes. Ninguna mujer me pareció bastante bonita. Ninguna tienda bastante abastecida. Ninguna corbata bastante lujosa. La calle de Mercaderes fue para mí estrecho sitio donde no cabía mi persona. Hombres y mujeres me miraban fija y tenazmente, con envidia aquellos, con complacencia éstas. De pronto, al salir de donde Guillén, encontré a la morena del baile, magníficamente ataviada, irresistible, encantadora. Estaba vestida de claro y llevaba en la mano multitud de paquetitos. Me miró con una de aquellas miradas con que las mujeres suelen decir “me gustas”. La seguí. Iba en compañía de una criada, de una persona de esas en quienes no se repara jamás. Ella volvió la cara sonriente. Parecía que quisiera decirme: “Atrévete”. Yo me acerqué, y después de saludarla correctamente, la deslicé al oído todas aquellas frases que son del caso: “¿Tan temprano de paseo?” “¡Con razón la mañana está tan hermosa!” “¿Qué le parece a usted el calor?”

    Contestóme con amabilidad inusitada, hízome recuerdos del baile donde “nos divertimos tanto” y me rogó que fuera a su casa, donde sus padres tendrían gran gusto recibiéndome.

    Me enamoré terriblemente de la señorita en cuestión. Acudí a su casa, donde fui tratado con grandes agasajos. La despatarré con una docena de corbatas hábilmente combinadas. La pedí en matrimonio y a los cuatro meses me casaba con ella, entrando en posesión de una fortuna respetable. ¡Al demontre las perrerías!

    Hoy soy padre de una numerosa familia, que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima. Poseo casas en la capital. Una hacienda en las afueras. Quintas en el campo. Minas en Casapalca. Voy jueves y domingo al Paseo Colón, en un elegante carruaje; y he hecho varios viajes a Europa. Mi mujer, no contenta con hacerme rico, ha querido hacerme célebre: gracias a ella he sido diputado, senador y… lo demás. Todo sin más esfuerzo que un cambio de corbata.

    Pero aquí entre nos, os confesaré que no soy feliz. Mi mujer es cariñosa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero parece que piensa más en sus trajes que en su marido. Mis hijos también piensan más en sus caballos que en su padre. Yo me he vuelto ambicioso, y pienso más en la “cosa pública” que en mi mujer y mis hijos. Más feliz hubiera sido con mi arequipeñita. ¡Oh, esa que me quería arrancado y por mí mismo! Con ella y mis cincuenta soles hubiera vivido ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desengaños que me torturan. ¿Qué habrá sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi gaveta la corbata que me regaló, y me enternezco recordando a Marta y aspirando el olor ya desvanecido del jabón de Windsor.

    Decididamente, la verdadera dicha debe de oler a jabón de Windsor.
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  7. #7
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    OMG! LOVING THIS THREAD!

    En la noche entro desde mi casa y pongo un par de aportes, tengo por ahí algunos cuentos excelentes.
    Macbook Pro Mid 2010.
    Construyendo una PC Desktop Gamer, ya casi lista :)

  8. #8
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Cita Iniciado por Ruenzuo Ver mensaje
    OMG! LOVING THIS THREAD!

    En la noche entro desde mi casa y pongo un par de aportes, tengo por ahí algunos cuentos excelentes.
    Cita Iniciado por JtheUnseen Ver mensaje
    :arrowu: Todo un clasico "El amigo Braulio". Mas tarde subo algunos cuentos de Borges.:D
    Sus aportes siempre seran bienvenidos:D Si le es posible editen sus posts e incluyan el cuento de su eleccion.

    Bueno si alguien mas desea aportar les agradecere poner solo un cuento por post:D
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  9. #9
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Excelente Thread !!! Para esos momentos donde no sabes que hacer, ya estare colocando alguno en el transcurso del dia.

  10. #10
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Moscas
    Robert Silverberg

    Aquí yace Cassiday, clavado en una mesa.

    No quedaba mucho de él: el receptáculo del cerebro, unos cuantos nervios sueltos, un miembro. La repentina implosión se había cuidado del resto. Sin embargo, quedaba lo suficiente. Las doradas no necesitaban más para actuar. Le habían encontrado entre los restos de la nave destrozada cuando ésta pasara ante su zona, más allá de Iapetus. Estaba vivo. Podían repararlo. Los otros que quedaban en la nave eran casos perdidos.


    ¿Repararlo? Claro. ¿Acaso uno ha de ser humano para mostrarse humanitario? Repararlo, no faltaba más Y cambiarlo. Las doradas eran creativas.

    Lo que quedaba de Cassiday fue puesto en dique seco sobre una mesa, en una esfera dorada de fuerza. No había cambio de estaciones allí; sólo el brillo de los muros, el calor invariable. Ni día ni noche; ni ayer ni mañana. Las formas iban y venían en torno a él. Le regeneraban paso a paso, mientras yacía en una inmovilidad total, sin ningún pensamiento.

    El cerebro estaba intacto, pero aún no funcionaba. Poco a poco,
    el resto del hombre surgía de nuevo: tendones y ligamentos, huesos y sangre, el corazón, los codos... Montícuos alargados de tejido daban paso a diminutos botones que crecían en ampollas de carne. Unir las células, reconstruir a un hombre de sus propias ruinas... Nada difícil para las doradas. Tenían habilidad. Pero todavía les quedaba mucho que aprender, y Cassiday podía ayudarlas en eso.


    Día a día progresaba la reconstrucción total de Cassiday. No lo despertaban. Yacía envuelto en calor, inmóvil, sin pensar, como llevado por la marea. La carne nueva era rosada y suave como la de un bebé. El endurecimiento epitelial vendría un poco más tarde. El mismo Cassiday servía como modelo. Las doradas lo estaban duplicando, lo construían de nuevo a partir de sus propias cadenas polinucleótidas, decodificaban sus proteínas y las reedificaban a partir de ese patrón. Una tarea fácil para ellas. ¿Por qué no? Una burbuja de protoplasma podía hacerlo... por sí misma. Las doradas, que no eran protoplasmáticas, podían hacerlo por otros.


    Introdujeron algunos cambios en el patrón. Por supuesto. Eran artistas y había mucho que querían aprender.

    Mirad a Cassiday: el dossier.

    Nacimiento: 1º de agosto de 2316.
    Lugar: Nyak, Nueva York.
    Padres: Varios.
    Nivel económico: Bajo. Nivel ocupacional: Medio.
    Ocupación: Técnico de combustibles.
    Estado civil: Tres relaciones legales.
    Duración: ocho meses dieciséis meses y dos meses.

    Altura: Dos metros. Peso: 96 kilos.
    Color de pelo: Rubio. OJjos: Azules.
    Sangre tipo: A+
    Nivel de inteligencia: Elevado.
    Inclinaciones sexuales: Normales.

    Observadlas ahora, transformándole.

    El hombre completo estaba ante ellas, fundido nuevamente, dispuesto para el renacimiento. Faltaban los ajustes definitivos. Tomaron el cerebro gris en su en- voltura rosada y lo introdujeron, viajando por los entresijos de la mente, deteniéndose ahora en esta cueva, echando después el ancla en la base de aquel acantilado. Operaban, pero lo hacían limpiamente. No había resecciones mucosas, ni hojas brillantes que cortaran la carne y el hueso, ni un rayo láser en funcionamiento, ni un martilleo torpe en las meninges tiernas. El acero frío no cortaba las sinapsis. Las doradas tenían mayor sutileza. Ellas mismas disponían el circuito que era Cassiday. Aumentaban la fuerza, reducían el ruido. Y lo hacían suavemente.

    Cuando hubieron acabado con él, era mucho más sensible. Sentía ansias nuevas. Y le habían concedido ciertas habilidades.

    Lo despertaron.

    Estás vivo, Cassiday —dijo una voz susurrante—. Tu nave quedó destruida. Tus compañeros murieron. Sólo tú sobreviviste.

    —¿Qué hospital es éste?

    No estás en la Tierra. Volverás allí pronto. Levántate, Cassiday. Mueve la mano derecha. La izquierda. Dobla las rodillas. Llena los pulmones. Abre y cierra los ojos varias veces. ¿Cómo te llamas, Cassiday?

    —Richard Henry Cassiday.

    —¿Cuántos años tienes?

    —Cuarenta y uno.

    —Mira este reflejo. ¿Qué ves?

    —A mí mismo.

    —¿Tienes alguna pregunta que hacer?

    —¿Qué me habéis hecho?

    —Te reparamos. Estabas casi destrozado.

    —¿Me cambiasteis en algo?

    —Te hicimos más sensible a los sentimientos de tus congéneres.

    —¡Ah! —dijo Cassiday.

    Seguid a Cassiday mientras viaja, de regreso a la Tierra.


    Llegó en un día en el que se había programado la nieve. Una nieve ligera, que se fundía rápidamente. Una cuestión de estética, más que una manifestación auténtica del tiempo. Era magnífico poner de nuevo los pies en el mundo. Las doradas habían dispuesto diestramente su regreso, poniéndole a bordo de su nave destrozada y dándole el impulso suficiente para que se situara al alcance de una nave de salvamento. Los monitores lo habían detectado y recogido. «¿Cómo sobrevivió al desastre sin ninguna herida, astronauta Cassiday?» «Muy sencillo, señor. Estaba fuera de la nave cuando sucedió aquello. Hubo una implosión y todos murieron. Sólo quedé yo para contarlo.»

    Lo llevaron a Marte, lo examinaron, lo retuvieron algún tiempo en un área de descontaminación situada en la Luna y por fin lo enviaron de regreso a la Tierra. Llegó con la tormenta de nieve, un hombre alto de paso brioso, con los callos adecuados en los lugares adecuados. Contaba con pocos amigos, ningún pariente, dinero suficiente para vivir una temporada y algunas ex esposas a las que visitar. Según la ley, tenía derecho a un año de permiso con paga completa por el accidente. Se proponía aprovechar la licencia.
    Aún no había empezado a utilizar su nueva sensibilidad. Las doradas lo habían planeado de modo que su capacidad no entrara en funcionamiento hasta que regresara a su mundo. Ahora había llegado, y era el momento de servirse de ella. Las criaturas siempre curiosas que vivían más allá de Iapetus aguardaban pacientemente mientras Cassiday buscaba a las personas que lo habían amado.

    Empezó su búsqueda en el Distrito Urbano de Chicago, porque allí se hallaba el puerto espacial, justo en las afueras de Rockford. La avenida deslizante lo llevó rápidamente a la torre de caliza adornada con brillantes incrustaciones de ébano y metal violeta. Allí, en el Televector Central de la localidad, Cassiday comprobó la situación actual de sus anteriores esposas. Se mostró paciente, un hombre enorme de rostro apacible, apretando los botones adecuados y aguardando con calma a que los contactos se unieran en algún punto en las profundidades de la Tierra. Cassiday nunca había sido violento. Era tranquilo. Y sabía esperar.

    La máquina le dijo que Beryl Fraser Cassiday Mellon vivía en el Distrito Urbano de Boston. La máquina le dijo que Lureen Holstein Cassiday vivía en el Distrito Urbano de Nueva York La máquina le dijo que Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed vivía en el Distrito Urbano de San Francisco.

    Esos nombres despertaron recuerdos: el calor de la carne, el aroma de los cabellos, el contacto de las manos, el sonido de una voz. Susurros de pasión. Gritos de desprecio. Jadeos amorosos.

    Cassiday, devuelto a la vida, fue a ver a sus ex esposas.

    Encontramos a una, sana y salva.

    Beryl tenía las pupilas lechosas, los ojos verdosos donde debían de haber sido blancos. Había perdido peso en los últimos diez años y su tez se tensaba como pergamino sobre los huesos. Un rostro devastado, los pómulos presionando bajo la piel, a punto de horadar. Cassiday había estado casado con ella durante ocho meses cuando tenía veinticuatro años. Se habían separado porque ella insistía en presentar la Solicitud de Esterilidad. En realidad él no deseaba hijos, pero se sintió ofendido por la maniobra. Ahora, lo recibió acostada en una cama de espuma tratando de sonreírle sin que se le resquebrajaran los labios.

    —Dijeron que habías muerto.

    Escapé. ¿Qué tal te ha ido, Beryl?

    Ya puedes verlo. Me estoy sometiendo a una cura.

    —¿Una cura?

    Me aficioné a la trilina. ¿No lo ves? ¿No ves mis ojos, mi cara? Me deshizo. Pero significaba la paz. Como desconectar el alma. Sólo que un año más me habría matado. Ahora estoy en tratamiento. Me libraron de ello el mes pasado. Me están reconstruyendo el sistema a base de prótesis. Estoy rellena de plástico. Pero viva.

    —Te volviste a casar? —preguntó Cassiday.

    —Me dejó hace tiempo. He pasado sola cinco años. Sola con la trilina. Aunque por fin la he dejado. —Parpadeó penosamente—. Tú pareces relajado, Dick. Siempre fuiste muy tranquilo. Sereno y seguro de ti mismo. Tú nunca te entregarías a la trilina. Cógeme la mano, ¿quieres?

    Cogió aquella garra seca. Sintió el calor que se desprendía de ella, la necesidad de amor. Algo semejante a una oleada lo inundó, un latido de anhelo que se filtraba a través de él y ascendía hasta las doradas, que vigilaban allá lejos.

    —Una vez me amaste —dijo Beryl—. Entonces éramos muy tontos los dos. Ámame de nuevo. Ayúdame a recuperarme. Necesito tu fuerza.

    —Claro que te ayudaré —aseguró Cassiday.

    Dejó el apartamento y se fue a comprar tres cubos de trilina. Al volver, activó uno de ellos y lo puso en la mano de Beryl. Los ojos verdes y lechosos giraron aterrados.

    —¡No! —gimió.

    El dolor que surgía de su alma destrozada era exquisito en su intensidad. Cassiday lo aceptó plenamente. Luego, ella apretó el puño y la droga entró en su metabolismo. Y de nuevo la inundó la paz.

    Vean a la siguiente, con un amigo.

    El anunciador dijo:

    —El señor Cassiday está aquí.

    —Que entre —contestó Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed.

    La puerta se abrió con un resplandor, y Cassiday pasó por ella a un ambiente lujoso, de ónix y mármol. Rayos de palisandro dorado formaban un marco de madera pulido sobre el que yacía Mirabel. Indudablemente, disfrutaba con la sensación de la madera dura contra su grueso cuerpo. Una cascada de pelo de cristal coloreado le caía hasta los hombros. Había sido esposa de Cassiday durante dieciséis meses en 2346. Entonces era una chica delgada y tímida, pero apenas si la reconocía ahora en aquella mole de carne mimada
    y satisfecha.


    —Te has casado bien —observó.

    —A la tercera fue la vencida —asintió Mirabel—. Siéntate. ¿Una copa? ¿Ajusto el ambiente?

    —Está bien así. —Seguía en pie—. Siempre deseaste una mansión lujosa, Mirabel. Fuiste la más intelectual de mis esposas, pero ansiabas la comodidad. Supongo que te sentirás cómoda ahora.

    —Mucho.

    —¿Feliz?

    —Disfruto de mi comodidad —respondió Mirabel—. No leo mucho ya, pero me siento cómoda.

    Cassiday observó lo que parecía ser una mantita arrugada, algo púrpura, suave y ocioso, que se acurrucaba en su regazo. Tenía varios ojos. Mirabel lo acariciaba con las manos.

    —¿De Ganímedes? —preguntó él—. ¿Un animalito doméstico?

    —Sí. Mi marido me lo trajo el año pasado. Me es muy querido.

    —Todo el mundo los aprecia. Creo que son caros.

    Pero encantadores —dijo Mirabel—. Casi humanos. Muy devotos. Supongo que pensarás que soy tonta, pero se ha convertido en la cosa más importante de mi vida. Más que mi marido incluso. Le quiero, compréndelo. Estoy acostumbrada a que los demás me quieran, pero no hay muchas cosas a las que haya podido amar.

    —¿Me dejas que lo vea? —preguntó Cassiday suavemente.

    —Con cuidado.

    —Desde luego.

    Cogió aquella criatura de Ganímedes. Su textura era extraordinaria, lo más suave que había visto en su vida. Algo tembló de aprensión en el interior del cuerpo del animal. Cassiday detectó un temor semejante en Mirabel, mientras él sostenía a su querido animalito. Acarició a la criatura, que latió ahora afectuosamente. Bandas de iridiscencia brillaban al contacto de sus manos. Ella le preguntó:

    —¿Qué haces ahora, Dick? ¿Algún trabajo para la línea espacial?

    Ignoró la pregunta.

    —Dime aquel verso de Shakespeare, Mirabel. Aquel sobre las moscas y los chicos traviesos.

    En la frente pálida se marcaron unas arrugas.

    —Es del Rey Lear —dijo—. Espera. Sí. Lo que las moscas son para los chicos traviesos, eso somos nosotros para los dioses. Nos matan para divertirse.

    —Eso es —asintió Cassiday.

    Sus grandes manos se enroscaron súbitamente en torno a la criatura de Ganímedes. Ésta se tornó de un gris mustio. Fibras sinuosas saltaron en su superficie reventada. Cassiday lo dejó caer al suelo. El grito de horror, dolor y pérdida que estalló en los labios de Mirabel casi lo anonadó, pero aceptó y transmitió aquel sentimiento.


    —Moscas y muchachos traviesos —explicó—. Mi diversión, Mirabel. Soy un dios ahora, ¿lo sabías? —Su voz era serena y alegre—. Adiós. Y gracias.

    Otra más que espera su visita, henchida de nueva vida.

    Lureen Holstein Cassiday, de treinta y un años,pelo oscuro, ojos grandes y embarazada de siete meses, era la única de sus esposas que no había vuelto a casarse. Su habitación, en Nueva York, era pequeña y austera. Había sido una muchacha gordita cuando es- tuviera casada con Cassiday durante dos meses, hacía cinco años, y estaba mucho más gorda ahora, si bien él ignoraba hasta qué punto aquel aumento de tamaño se debía al embarazo.

    —¿Te casarás ahora? —preguntó.

    Sonriendo, ella agitó la cabeza.

    Tengo dinero y estimo mucho mi independencia. Jamás me metería en otra relación como la nuestra. Con nadie.

    —¿Y el bebé? ¿Lo tendrás?

    Asintió con vehemencia.

    —¡He luchado mucho para conseguirlo! ¿Crees que fue fácil? ¡Dos años de inseminaciones! ¡Una fortuna en facturas! Con máquinas rodeándome por todas partes, baterías elevadoras de la fertilidad... No se trata de un niño no deseado. Me ha costado mucho lograrlo.

    —Interesante —dijo Cassiday—. Visité también a Mirabel y a Beryl. Cada una de ellas tenía su propio bebé. A su estilo. Mirabel tenía una bestezuela de Ganímedes; Beryl, su dependencia de la trilina, y se sentía muy orgullosa de desembarazarse de ella. Y tú un bebé que has concebido sin ayuda del hombre. Las tres buscabais algo... Resulta interesante.

    —¿Te encuentras bien, Dick?

    —Muy bien.

    —Tu voz suena tan monótona... Y dices unas cosas... Me asustas un poco.

    Sí... ¿Sabes hasta qué punto fui amable con Beryl? Le compré unos cubos de trilina. Y cogí al animalito de Mirabel y le rompí el... Bueno, no el cuello. Lo hice tranquilamente. Nunca fui un hombre apasionado.

    —Creo que te has vuelto loco, Dick.

    —Siento tu temor. Crees que voy a hacerle algo a tu bebé. El temor no me interesa, Lureen. En cambio el dolor... Sí, eso vale la pena analizarlo. La desolación. Quiero estudiarla. Quiero ayudarlas a ellas a estudiarlo. Creo que es lo que ellas desean conocer. No huyas de mi, Lureen. No quiero herirte, no así.

    Era pequeña, no muy fuerte y estaba torpe por el embarazo. Cassiday la asió suavemente por las muñecas y la atrajo hacia sí. Sentía ya las nuevas emociones que surgían en Lureen, la autocompasión tras el terror. Y aún no le había hecho nada...

    ¿Cómo se mataba a un feto a dos meses del término?

    ¿Un golpe brutal en el vientre? No, demasiado grosero, demasiado bestial. Sin embargo, Cassiday no había ido allí armado de abortivos, una píldora de ergotina, un rápido inductor de espasmos. Alzó la rodilla bruscamente, lamentando aquella vulgaridad. Lureen se encogió. La golpeó por segunda vez, esforzándose por hacerlo con toda serenidad, pues sería un error gozarse en la violencia. Un tercer golpe parecía lo indicado. Al fin, la soltó.

    Ella permanecía consciente, gimiendo de dolor. Cassiday se hizo receptivo a ese sentimiento. Comprendió que el niño no había muerto aún. Tal vez no muriera. Pero, desde luego, nacería tarado. Adivinaba en Lureen la conciencia de que podía dar a luz a un ser defectuoso. El feto habría de ser destruido. Y ella tendría que empezar otra vez. Todo aquello era muy triste.

    —¿Por qué? —murmuró Lureen—. ¿Por qué?

    Entre los observadores, la equivalencia a la desilusión.

    En cierto modo, las cosas no se habían desarrollado como las doradas suponían. Incluso ellas podían equivocarse por lo visto, conocimiento que les resultó muy grato. Sin embargo, había que hacer algo con respecto a Cassiday.

    Le habían dado poderes. Era capaz de detectar y transmitirles las puras emociones de los otros. Lo cual les resultaba muy útil, pues con esos datos tal vez obtuvieran la comprensión de los seres humanos. Pero al concederle el poder de transmitir las emociones de los demás, se habían visto obligadas a bloquear las suyas. Y eso distorsionaba los datos.

    Se había vuelto demasiado destructivo, aunque sin el menor goce. Había que corregir eso. Porque Cassiday compartía con demasiada intensidad la naturaleza de las doradas. Ellas podían divertirse con Cassiday, ya que les debía la vida. Pero Cassiday no podía diver- tirse con los demás.
    Se pusieron en contacto con él a través de la línea de comunicación y le dieron sus instrucciones.

    —No —dijo Cassiday—. Ya habéis terminado conmigo. No necesito volver ahí.

    —Hay que hacer unos ajustes precisos.

    —No estoy de acuerdo.

    —No será por mucho tiempo.

    A pesar de su opinión en contra, Cassiday tomó la nave que se dirigía a Marte, incapaz de desobedecer las órdenes de las doradas. En Marte transbordó a otra nave que hacia la ruta de Saturno y convenció a los tripulantes para que pasaran cerca de Iapetus. Las doradas se apoderaron de él una vez estuvo a su alcance.

    —¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó Cassiday.

    —Cambiaremos la onda. Ya no serás sensible a las emociones de los demás. Nos informarás de tus propias emociones. Te devolveremos la conciencia, Cassiday.

    Protestó, pero fue inútil.

    Dentro de la esfera brillante de luz dorada proce- dieron a sus ajustes. Entraron en él, lo alteraron y dirigieron sus percepciones hacía sí mismo, de modo que sintiera su propia tristeza como un buitre que le desgarrara las entrañas. Eso sería muy informativo. Cassiday protestó hasta que se quedó sin fuerzas para protestar, y cuando recobró la conciencia ya era demasiado tarde.

    —No —murmuró. Bajo la luz amarillenta, veía los rostros de Beryl, Mirabel y Lureen—. No debíais haberme hecho esto. Me estáis torturando... como se tortura a una mosca...

    No hubo respuesta. Lo enviaron de nuevo a la Tierra. Lo devolvieron a la torre de caliza, a la avenida deslizante, a la casa de placer de la calle 48, a las islas de luz que ardían en el cielo, a los once billones de personas. Lo soltaron entre ellas para que sufriera y les informara de sus sufrimientos. Ya llegaría el momento de liberarlo, pero no todavía.

    Aquí yace Cassiday, clavado en su cruz.
    Última edición por Yargo; 20/02/2009 a las 16:46
    Cita Iniciado por Zparda Ver mensaje
    Soy más imba ke nadie y Dios nunka me nerfeara

  11. #11
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Las Ruinas Circulares

    Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

    El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

    Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

    A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

    Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

    Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

    En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

    El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

    Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

    Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

    El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

    (De Ficciones)
    Jorge Luis Borges
    <CarlitoxD!>

  12. #12
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    El gato negro
    Edgar Allan Poe

    Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que barroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.

    La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando los daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.

    Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.

    Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.

    Plutón—llamábase así el gato—era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

    Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

    Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

    Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.

    Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.

    No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?

    Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

    En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación.

    No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.

    Apenas hube visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.

    Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.

    Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

    Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.

    Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.

    Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

    Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.

    Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

    Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.

    En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

    Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.

    Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.

    Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.

    Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.

    La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.

    Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.

    No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.

    Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".

    Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.

    Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Inicióse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.

    Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.

    Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

    —Señores—dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida—apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros...¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.

    Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.

    ¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano, un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.

    Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.

    Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.
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  13. #13
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Al pie de la letra
    Ricardo Palma

    El capitán Paiva era un indio cuzqueño, de casi gigantesca estatura. Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza, por su bravura en el campo de batalla por su disciplina cuartelera y sobre todo por la pobreza de su meollo. Para con él las metáforas estuvieron siempre de más, y todo lo entendía ad pedem litteræ.

    Era gran amigote de mi padre, y éste me contó que, cuando yo estaba en la edad del destete, el capitán Paiva, desempeñó conmigo en ocasiones el cargo de niñera. El robusto militar tenía pasión por acariciar mamones. Era hombre muy bueno. Tener fama de tal, suele ser una desdicha. Cuando se dice de un hombre: Fulano es muy bueno, todos traducen que ese Fulano es un posma, que no sirve para maldita de Dios la cosa, y que no inventó la pólvora, ni el gatillo para sacar muelas, ni el cri-cri.

    Mi abuela decía: «la oración del Padre nuestro es muy buena, no puede ser mejor; pero no sirve para la consagración en la misa».

    A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el capitán Paiva, lanza en ristre, era un verdadero centauro. Valía él solo por un escuadrón.

    En Junín ascendió a capitán; pero aunque concurrió después a otras muchas acciones de guerra, realizando en ellas proezas, el ascenso a la inmediata clase no llegaba. Sin embargo de quererlo y estimarlo en mucho, sus generales se resistían a elevarlo a la categoría de jefe.

    Cadetes de su regimiento llegaron a coroneles. Paiva era el capitán eterno. Para él no había más allá de los tres galoncitos.

    ¡Y tan resignado y contento y cumplidor de su deber, y lanceados y pródigo de su sangre!

    ¿Por qué no ascendía Paiva? Por bruto, y porque de serlo se había conquistado reputación piramidal. Vamos a comprobarlo refiriendo, entre muchas historietas que de él se cuentan, lo poco que en la memoria conservamos.

    Era en 1835 el general Salaverry jefe supremo de la nación peruana y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva.

    Cuando Salaverry ascendió a teniente, era ya Paiva capitán. Hablábanse tú por tú, y elevado aquel al mando de la República no consintió en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.

    Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Salaverry estaba convencido de que su camarada se dejaría matar mil veces, antes que hacerse reo de una deslealtad o de una cobardía.

    Una tarde llamó Salaverry a Paiva y le dijo:

    -Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a don Fulano y me lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí, allana su casa.

    Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:

    -La orden queda cumplida en toda regla. No encontré a ese sujeto donde me dijiste; pero su casa la dejo tan llana como la palma de mi mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No hay pared en pie.

    Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no entendía de dibujos ni de floreos lingüísticos, cumplió al pie de la letra.

    Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, murmurando:

    -¡Pedazo de bruto!

    Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de Cuculí, regular rapista a cuya navaja fiaba su barba el general.

    Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y en el mismo año que don Felipe Santiago. Juntos habían mataperreado en la infancia y el presidente abrigaba por él fraternal cariño.

    Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer hablar a las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca, empinar el codo, acarretar los dados y darse de puñaladas con cualquierita que le disputase los favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y media. Llegaban las quejas al presidente, y éste unas veces enviaba a su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en cepo de ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.

    -Mira, canalla -le dijo un día don Felipe,- de repente se me acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia.

    El asistente levantaba los hombros, como quien dice: «¿Y a mí qué me cuenta usted?», sufría el castigo, y rebelde a toda enmienda volvía a las andadas.

    Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron una noche a Salaverry; porque dirigiéndose a Paiva, dijo:

    -Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos y fusílalo entre dos luces.

    Media hora después regresaba el capitán, y decía a su general:

    -Ya está cumplida la orden.

    -¡Bien! -contestó lacónicamente el jefe supremo.

    -¡Pobre muchacho! -continuó Paiva.- Lo fusilé en medio de dos faroles.

    Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero... ¿venirle con metaforitas a Paiva?

    Salaverry, que no se había propuesto sino aterrorizar a su asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volteó la espalda para disimular una lágrima, murmurando otra vez:

    -¡Pedazo de bruto!

    Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar a Paiva encargo o comisión alguna. El hombre no entendía de acepción figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.

    Pocos días antes de la batalla de Socabaya, hallábase un batallón del ejército de Salaverry acantonado en Chacllapampa. Una compañía boliviana, desplegada en guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia; y aunque sin ocasionar daño con sus disparos de fusil, provocaba a los salaverrinos. El general llegó con su escolta a Chacllapampa, descubrió con auxilio del anteojo una división enemiga a diez cuadras de los guerrilleros; y como las balas de éstos no alcanzaban ni con mucho al campamento, resolvió dejar que siguiesen gastando pólvora, dictando medidas para el caso en que el enemigo, acortando distancia, se resolviera a formalizar combate.

    -Dame unos cuantos lanceros -dijo el capitán Paiva- y te ofrezco traerte un boliviano a la grupa de mi caballo.

    -No es preciso -le contestó don Felipe.

    -Pues, hombre, van a creer esos cangrejos que nos han metido el resuello y que les tenemos miedo.

    Y sobre este tema siguió Paiva majadeando, y majadereó tanto que, fastidiado Salaverry, le dijo:

    -Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.

    Paiva escogió diez lanceros de la escolta; cargó reciamente sobre la guerrilla, que contestó con nutrido fuego de fusilería; la desconcertó y dispersó por completo, e inclinándose el capitán sobre su costado derecho, cogió del cuello a un oficial enemigo, lo desarmó y lo puso a la grupa de su caballo.

    Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros habían muerto en esa heroica embestida y los restantes volvieron heridos.

    Al avistarse con Salaverry gritó Paiva:

    -Manda tocar diana. ¡Viva el Perú!

    Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos en el pecho y uno en el vientre.

    Salaverry le había dicho: «Anda, hazte matar»; y decir esto a quien todo lo entendía al pie de la letra, era condenarlo al muerte.

    Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del cadáver, murmuró conmovido:

    -¡Valiente bruto!
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  14. #14
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Bueno pongo este relato que fue decisivo, junto a otros hechos, para redescrubir en mí algo que siempre había ignorado. Ahí se los dejo:

    LA ÚLTIMA PREGUNTA
    Isaac Asimov

    La última pregunta se formuló exactamente, medio en broma medio en serio, el 21 de mayo de 2061. Fue en el momento en que salió a relucir la humanidad. La pregunta se planteó como resultado de una apuesta de cinco dólares tomándose unas copas. Ocurrió así:


    Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos fieles servidores de «Multivac». Conocían muy bien, tan bien como podía conocerlo un ser humano, lo que había tras la cara fría, resplandeciente, de kilómetros y kilómetros de la gigantesca computadora. Tenían una vaga noción del plano general de relés y circuitos que desde hacía tiempo habían traspasado el punto en que un sólo ser humano podía hacerse cargo del conjunto.


    «Multivac» se autoajustaba y autocorregía. Tenía que ser así porque ningún ser humano podía ajustaría y corregirla ni con suficiente rapidez, ni con suficiente adecuación.
    Así que Adell y Lupov servían al monstruo gigante, ligera y superficialmente, pero tan bien como podía hacerlo un hombre. Le suministraban datos, ajustaban preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que se iban recibiendo. Ellos, y todos los demás como ellos, estaban completamente autorizados a compartir la gloria de «Multivac».


    En décadas sucesivas, «Multivac» había ayudado a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero posteriormente por los escasos recursos de la Tierra no pudieron mantener las naves que precisaban demasiada energía para los trayectos largos. La Tierra explotaba su carbón y su uranio cada vez con mayor eficiencia, pero sus reservas eran limitadas.


    Poco a poco «Multivac» aprendió a contestar más fundamentalmente a preguntas profundas, y el 14 de mayo de 2061, lo que había sido una teoría, se hizo realidad.


    Se almacenó la energía del sol, transformada y utilizada directamente a escala planetaria. Toda la Tierra dejó de quemar carbón y de fisionar uranio, bastaba bajar la clavija que lo conectaba a una pequeña estación de kilómetro y medio de diámetro que giraba alrededor de la Tierra a media distancia de la Luna. Todo en la Tierra se hacía mediante rayos de energía solar.


    Siete días no fueron bastantes para apagar la gloria de aquello y Adell y Lupov consiguieron escapar de la función pública y encontrarse tranquilamente donde a nadie se le ocurriría buscarles: en las desiertas cámaras subterráneas donde se veían partes del enorme cuerpo de «Multivac». Sola, sin prisas, seleccionando datos perezosamente, «Multivac» se había ganado también sus vacaciones. Los muchachos la apreciaban. En un principio, no tenían la intención de molestarla.
    Se habían llevado una botella consigo y su único deseo en aquel momento era relajarse juntos en compañía de la botella.
    -Es asombroso cuando uno lo piensa -comentó Adell. Su cara ancha acusaba cansancio; agitó despacio su bebida con una varita de cristal y contempló cómo los cubitos de hielo se movían en el líquido torpemente. Toda la energía que se puede usar, para siempre y gratis. Suficiente energía, si quisiéramos para fundir la Tierra entera en un goterón líquido de hierro impuro, sin echar en falta la energía empleada. Toda la energía que podamos utilizar por siempre jamás.
    Lupov meneó la cabeza. Era un gesto que hacía cuando quería contradecir, y ahora quería hacerlo, en parte porque había tenido que traer el hielo y los vasos. -Para siempre, no -afirmó.
    -Vaya, casi para siempre. Hasta que el sol se apague, Bert.
    -Pero eso no es para siempre.
    -Está bien, hombre. Miles de millones de años, veinte mil millones quizás. ¿Estás satisfecho?
    Lupov se pasó los dedos por su escasa cabellera como para asegurarse de que aún le quedaba algo de pelo y sorbió lentamente su bebida: -Veinte mil millones no es para siempre.
    -Bueno, pero durará mientras vivamos, ¿verdad?
    -Lo mismo que el carbón y el uranio.
    -Está bien, pero ahora podemos enchufar las naves espaciales individualmente a la Estación Solar. Se puede ir a Plutón y regresar un millón de veces sin tener que preocuparse del combustible. No se puede hacer eso con carbón y uranio. Si no me crees, pregunta a «Multivac».
    -No es preciso que se lo pregunte a «Multivac». Lo sé.
    -Entonces, deja de reventar lo que «Multivac» hizo por nosotros -exclamó Adell, indignado-. Ya lo creo que lo hizo.
    -¿Quién dice que no lo hizo? Lo que digo es que un sol no durará siempre. Es lo único que digo. Puede que estemos a salvo por veinte mil millones de años, pero, y después, ¿qué? -Lupov señaló a Adell con un dedo tembloroso-. Y no me digas que enchufaremos a otro sol.
    El silencio duró un instante. Adell llevaba el vaso a sus labios de vez en cuando y los ojos de Lupov se entornaron despacio. Descansaban.
    Los ojos de Lupov se abrieron. -Estás pensando que nos pasaremos a otro sol tan pronto como el nuestro se acabe, ¿verdad?
    -No estoy pensando en nada.
    -Claro que sí. Lo que te pasa es que tu lógica es débil. Eres como el tío aquel de la historia que le caía un chaparrón y corrió hacia un bosquecillo, guareciéndose debajo de un árbol. No estaba preocupado, ¿comprendes?, porque se dijo que cuando su árbol quedara completamente empapado, pasaría a resguardarse debajo de otro.
    -Lo entiendo -dijo Adell-, y no hace falta que grites. Cuando el sol se haya acabado, las otras estrellas también habrán terminado.
    -Y ya puedes decirlo -masculló Lupov-. Todo empezó con la primera explosión cósmica, fuera lo que fuera, y todo tendrá un final cuando las estrellas se apaguen. Algunas van más de prisa que otras. Demonios, las gigantes no durarán cien millones de años. El sol durará veinte mil millones de años y quizá las enanas, para lo que sirven, durarán cien mil millones. Pero, bastarán mil billones de años y todo estará a oscuras. La entropía tiene que crecer al máximo, nadamás.
    -Sé todo sobre la entropía -admitió Adell.
    -¿Qué diablos sabes tú?
    -Sé tanto como tú.
    -Entonces, sabrás que todo tiene que terminar algún día.
    -Está bien. ¿Quién dice que no?
    -Lo dijiste tú, pobre idiota. Dijiste que teníamos para siempre toda la energía que necesitáramos. Dijiste «para siempre».
    Le llegó el turno a Adell de llevarle la contraria. -Puede que algún día podamos volver a construir cosas.
    -¡Nunca!
    -¿Por qué no? Algún día.
    -Pregunta a «Multivac».
    -¡Jamás!
    -Pregunta a «Multivac». Te desafío. Apuesto cinco dólares a que te dice que no puede hacerse.
    Adell estaba lo suficientemente bebido como para intentarlo, y lo bastante sobrio como para marcar los símbolos y operaciones necesarias para formular una pregunta que, dicha en palabras, sería más o menos: ¿Será capaz la Humanidad, algún día, prescindiendo del gasto de energía, de devolver al Sol su vitalidad incluso después de haber muerto de vejez? Quizá podría plantearse más simplemente así: ¿Cómo puede la cantidad neta de entropía del universo ser masivamente disminuida?
    «Multivac» siguió muerta y silenciosa. Cesó el lento parpadear de luces y cesaron los sonidos distantes del tableteo de los relés.
    Precisamente cuando los aterrorizados técnicos sintieron que no podían contener el aliento, un súbito renacer del teletipo agregado a «Multivac» hizo aparecer cinco palabras:
    DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESPECÍFICA.
    -Todavía, no -murmuró Lupov. Y salieron precipitadamente.
    A la mañana siguiente, con la cabeza espesa y la boca pastosa, los dos se habían olvidado del incidente.
    .
    .
    .
    .
    .
    .

    Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II contemplaban el panorama estrellado que iba caminando al terminar el paso por el hiperespacio en su lapso intemporal. El polvo de .estrellas cedió el paso a la preeminencia de un solo disco, centrado, brillante.
    -Éste es X-23 -dijo Jerrodd con aplomo. Sus manos delgadas se juntaron detrás de la cabeza con los nudillos blancos.
    Las dos niñas Jerrodette acababan de experimentar el paso por el hiperespacio por primera vez en sus vidas y eran conscientes de la momentánea sensación de dentro-fuera. Ahogaron sus risas y se persiguieron alocadas alrededor de su madre chillando: -Hemos llegado a X-23... Hemos llegado a X-23... Hemos...
    -Basta, niñas -ordenó su madre-.¿Estás seguro, Jerrodd?
    -¿Cómo no voy a estar seguro? preguntó Jerrodd mirando al saliente de metal que sobresalía debajo del techo. Corría a lo largo de la estancia y desaparecía por detrás de la pared, a ambos extremos. Era tan largo como la nave.
    Jerrodd no sabía nada de la gruesa barra de metal sino que la llamaban «Microvac», a la que uno hacía preguntas si lo deseaba; que aunque se hicieran, seguía teniendo la misión de guiar la nave a un destino preestablecido; que se alimentaba de energía procedente de varias estaciones de energía subgalácticas; y que computaba la ecuación necesaria para los saltos hiperespaciales.
    Jerrodd y su familia sólo tenían que esperar y vivir en el cómodo alojamiento de la nave. Alguien había dicho una vez a Jerrodd que el «ac» al final de «Microvac» significaba «computadora análoga» en lengua antigua, pero estaba a punto de olvidar incluso esto.
    Los ojos de Jerrodine estaban húmedos al contemplar la visioplaca. -No puedo evitarlo -musitó-. Se me hace raro abandonar la Tierra.
    -Pero, ¿por qué? -preguntó Jerrodd-. Allí no teníamos nada. En X-23 lo tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. En el planeta hay ya más de un millón de personas. ¡Válgame Dios!, nuestros tataranietos saldrán en busca de nuevos mundos porque X-23 estará abarrotado. -Hizo una pausa-. Te aseguro que es una suerte que las computadoras estudien los viajes interestelares, dado como crece la raza.
    -Lo sé, lo sé -asintió Jerrodine entristecida.
    Jerrodette I interrumpió: -Nuestra «Microvac» es la mejor «Microvac» del mundo.
    -Yo también lo creo así -dijo Jerrodd despeinándola. Era una sensación agradable tener una «Microvac» propia y Jerrodd estaba encantado de formar parte de su generación y no de otra. Cuando su padre era joven, las únicas computadoras eran tremendas máquinas que ocupaban cientos de kilómetros cuadrados de terreno. Sólo había una por planeta. «AC Planetaria» las llamaban. Crecieron de tamaño durante mil años y, de repente, llegó el refinamiento. En lugar de transistores, aparecieron las válvulas moleculares, así que incluso la mayor «AC Planetaria» podía instalarse en un espacio igual a la mitad del volumen de una nave espacial.
    Jerrodd se sintió orgulloso, como siempre que pensaba que su «Microvac» personal era infinidad de veces más complicada que la antigua y primitiva «Multivac», que había domado al Sol por primera vez, y que era casi tan complicada como la «AC Planetaria» de la Tierra (que era la mayor) que había resuelto por primera vez el problema del viaje hiperespacial y había hecho posible las escapadas a las estrellas.
    -Tantas estrellas, tantos planetas -suspiró Jerrodine sumida en sus propios pensamientos-, supongo que las familias marcharán siempre a nuevos planetas, como hacemos ahora.
    -No siempre -objetó Jerrodd sonriendo-, algún día dejarán de hacerlo, pero no hasta que hayan pasado miles de millones de años. Muchos miles de millones. Incluso las estrellas se acaban, ¿sabes? La entropía debe aumentar.
    -¿Qué es la entropía, papá? -preguntó Jerrodette II.
    -La entropía, pequeña, es una palabra que significa la cantidad de desgaste del Universo. Todo se acaba, como tu pequeño robot walkietalkie, ¿te acuerdas?
    -¿Y no se le puede poner una pila nueva, como a mi robot?
    -Las estrellas son lo equivalente a la pila, cariño. Una vez se acaban, ya no habrá más unidades de energía.
    Jerrodette I se puso a gritar: -No las dejes, papá. No dejes que se acaben las estrellas.
    -¿Ves lo que has hecho? -murmuró Jerrodine, exasperada.
    -¿Cómo iba a saber yo que se asustarían? –respondió Jerrodd.
    -Pregunta a «Microvac» -lloriqueó Jerrodette I-. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
    -Adelante -sugirió Jerrodine-. Eso las calmará. (Jerrodette II también había empezado a lloriquear.)
    Jerrodd se encogió de hombros. -Venga, venga, cariño. Preguntaré a «Microvac». No sufráis, nos lo dirá.
    Preguntó a «Microvac» y añadió apresuradamente: -La respuesta por escrito.
    Jerrodd recogió la fina tira de celofilme y dijo alegremente: -Veamos, dice «Microvac» que se ocupará de todo cuando llegue el momento, así que no os preocupéis.
    -Ahora, niñas, a la cama -dijo Jerrodine-. Pronto estaremos en nuestra nueva casa.
    Jerrodd leyó las palabras del celofilme antes de destruirlo:
    DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
    Se encogió de hombros y miró por la visioplaca. X-23 estaba exactamente delante.

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    VJ-23X de Lameth miró a la oscura profundidad del pequeño mapa tridimensional, a escala reducida, de la Galaxia. - Me pregunto si no somos ridiculos al preocupamos por el asunto.
    MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza: -Creo que no. Sabes que la Galaxia estará repleta dentro de cinco años al ritmo de expansión actual.
    Ambos parecían tener veintitantos años, ambos eran altos y perfectamente formados. - Pero dudo - insistió VJ-23X- en presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
    -Yo no pensaría en ningún otro tipo de informe. Les sacudiría un poco. Hay que hacer que se muevan.
    -El espacio es infinito - suspiró VJ-23X-. Hay cien mil millones de Galaxias disponibles. Más.
    - Un centenar de mil millones no es infinito y cada vez se va haciendo menos infinito. Piensa. Veinte mil años atrás, la Humanidad resolvió por primera vez el problema de la utilización de la energía estelar y pocos siglos después se hizo posible el viaje interestelar. La Humanidad tardó un millón de años en llenar un pequeño mundo y sólo quince mil años para llenar el resto de la Galaxia. Ahora, la población se dobla cada diez años...
    VJ-23X le interrumpió. - Debemos agradecérselo a la inmortalidad.
    - Muy bien. La inmortalidad existe y debemos tenerla en cuenta. Admito que la inmortalidad tiene su lado malo. La «AC Galáctica» nos ha resuelto muchos problemas, pero al evitar el problema de la vejez y la muerte, nos ha desbaratado todas las otras soluciones.
    - Pero me figuro que tú no querrás abandonar la vida.
    - En absoluto - saltó MQ-17J, pero dulcificó el tono para añadir -, todavía no. Aún no soy lo bastante viejo. ¿Cuántos años tienes?
    - Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
    - Aún no he llegado a doscientos. Pero volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez esta Galaxia esté llena, habremos llenado otra en diez años. Otros diez y habremos llenado dos más. Otra década, y cuatro más. En cien años habremos llenado mil Galaxias. En mil años, un millón de Galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?
    - Además de todo - observó VJ-23X- hay un problema de transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar serán precisas para trasladar galaxias de individuos, de una Galaxia a la siguiente.
    - Buena observación. La humanidad consume ya dos unidades de energía solar al año.
    - La mayor parte malgastada. Después de todo, solamente nuestra propia Galaxia produce mil unidades de energía solar y nosotros sólo utilizamos dos.
    - De acuerdo, pero incluso con un cien por cien de eficiencia, solamente retrasaríamos el final. Nuestras exigencias energéticas crecen en progresión geométrica. Se nos acabará la energía antes, incluso, de que se nos terminen las Galaxias. Un punto a favor. Un buen punto.
    - Tendremos que fabricar nuestras estrellas con gas interestelar.
    - O con calor de desecho, ¿no? - preguntó irónicamente MQ-17J.
    - Puede que haya algún medio de invertir la entropía. Deberíamos preguntárselo a la «AC Galáctica».
    VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J se sacó del bolsillo su «AC» de contacto y la puso en la mesa delante de él. - Tengo ganas de hacerlo -dijo-. Es algo con que la raza humana tendrá que enfrentarse algún día.
    Contempló, sombrío, su pequeña «AC». Era solamente de treinta centímetros cúbicos y nada más, pero estaba conectada a través del hiperespacio con la gran «AC Galáctica» que servía a toda la humanidad. Teniendo en cuenta el hiperespacio, era parte integral de la «AC Galáctica».
    MQ-17J se paró a preguntarse si algún día de su vida inmortal llegaría a ver la «AC Galáctica». Estaba en un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que retenían la materia interna que surge de los Submesones ocupaba el lugar de las torpes válvulas moleculares. No obstante, pese a su subetérico funcionamiento, la «AC Galáctica» medía más de trescientos metros de anchura.
    MQ-17J preguntó de pronto a su «AC» de contacto: -¿Podrá alguna vez invertirse la entropía?
    VJ-23X pareció sobresaltado y se apresuró a protestar: - Oye, yo no pretendía realmente que le hicieras esta pregunta.
    -¿Y por qué no?
    - Los dos sabemos que la entropía no puede invertirse. No puedes volver el humo a cenizas primero y a árbol después.
    - ¿Hay árboles en tu mundo? -preguntó MQ-17J.
    El sonido de la «AC Galáctica» les hizo callar asustados. Su voz salía fina y bella de la pequeña «AC» de contacto sobre la mesa. Les dijo:
    -NO HAY DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
    -¡Ya lo ves! -exclamó VJ-23X.
    Los dos hombres volvieron a preguntarse sobre el informe que debían presentar al Consejo Galáctico.

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    La mente de Zee Prime abarcó la nueva Galaxia con interés por los incontables racimos de estrellas que la envolvían. Nunca hasta entonces la había visto. ¿Las llegaría a ver todas? ¡Había tantas!, ¡y cada una con su carga de humanidad! Pero una carga era casi un peso muerto. La esencia real de dos hombres se encontraba aquí en el espacio. ¡Mentes, no cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, en suspensión sobre los peones. A veces despertaban para actividades materiales pero era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos venían a existir para unirse a la increíble multitud, pero ¿qué importaba? En el universo quedaba poco sitio para nuevos individuos.
    Zee Prime fue despertado de su sueño al encontrarse con los jirones tenues de otra mente.
    -Soy Zee Prime -dijo-. ¿Y tú?
    -Yo soy Dee Sub Wun. ¿Y tu Galaxia?
    -La llamamos solamente la Galaxia. ¿Y tú?
    -A la nuestra la llamamos igual. Todos los hombres llaman a su Galaxia, su Galaxia y nada más. ¿Por qué no?
    -Claro, puesto que todas las Galaxias son iguales.
    -Todas las Galaxias, no. La raza del hombre debió originarse en una Galaxia determinada. Eso la hace diferente.
    -¿En cuál? -preguntó Zee Prime.
    -No sabría decirlo. La «AC Universal» lo sabrá.
    -¿Se lo preguntamos? De pronto siento curiosidad.
    Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las propias Galaxias se encogieron y se transformaron en un polvo nuevo y más difuso sobre un fondo mucho mayor. Tantos cientos de miles de millones de Galaxias con sus seres inmortales, llevando a cuestas su carga de inteligencia con mentes que vagaban libremente por el espacio. No obstante, una de ellas era única entre todas al ser la Galaxia original. Una de ellas tuvo, en su vago y lejano pasado, un período en el que fue la única Galaxia poblada por el hombre.
    Zee Prime se consumía de curiosidad de ver esta Galaxia, y gritó: “AC Universal”, ¿en qué Galaxia se originó la humanidad?
    La «AC Universal» les oyó, porque en cada mundo y en todo el espacio tenía sus receptores dispuestos, y cada receptor llevaba por el hiperespacio a algún punto desconocido donde «AC Universal» se mantenía aislada. Zee Prime sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado hasta distancia sensorial de la «AC Universal», y habló únicamente de una esfera brillante de medio metro de diámetro, difícil de ver.
    -Pero, ¿cómo puede esto ser toda la «AC Universal»? le había preguntado Zee Prime.
    -Su mayor parte se encuentra en el hiperespacio –fue la respuesta-. Pero no puedo imaginar en qué forma está. Ni podía imaginarlo nadie, porque había pasado ya el tiempo en que el hombre tenía que ver con el mantenimiento de «AC Universal». Cada «AC Universal» diseñaba y construía su sucesora. Cada una en un millón de años de existencia, acumulaba los datos necesarios para construir otra mejor y más compleja, una sucesora más capaz en la que se integraría su propio caudal de datos.
    La «AC Universal» interrumpió las divagaciones de Zee Prime, no con palabras, sino guiándole. La mentalidad de Zee Prime fue guiada al oscuro mar de Galaxias y a una en particular ampliada en estrellas. Y llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro:
    ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
    Pero era la misma, la misma que cualquier otra y Zee Prime contuvo su decepción.
    Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a la otra, dijo de pronto:
    -¿Y es una de esas estrellas, la estrella original del hombre?
    «AC Universal» contestó:
    LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE HA PASADO A SER NOVA, AHORA ES UNA ENANA BLANCA.
    -¿Murieron los hombres que había en ella? –preguntó Zee Prime, sobresaltado, sin pensar.
    Y «AC Universal» respondió:
    -COMO OCURRE EN ESTOS CASOS, SE CONSTRUYÓ A TIEMPO UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS.
    -Sí, claro -dijo Zee Prime, pero le abrumaba una gran sensación de pérdida. Su mente se desconectó de la idea de la Galaxia Original del hombre, la dejó volver atrás y perderse entre los puntos borrosos y brillantes. Jamás quiso volver a verlos.
    Dee Sub Wun preguntó:-¿Ocurre algo malo?
    -Las estrellas se están muriendo. La estrella original está muerta.
    -Todas tienen que morir. ¿Por qué no?
    -Pero cuando toda la energía haya desaparecido, nuestros cuerpos terminarán muriéndose, y tú y yo con ellos.
    -Pero tardará mil millones de años.
    -Yo no quiero que ocurra, ni dentro de mil millones de años. ¡«AC Universal»! ¿Cómo puede evitarse que mueran las estrellas?
    Dee Sub Wu comentó divertido: -¿Estás preguntando cómo puede invertirse la dirección de la entropía?
    Y «AC Universal» contestó:
    -HAY AÚN POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
    Los pensamientos de Zee Prime saltaron a su propia Galaxia. No volvió a pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podía estar esperando en una Galaxia a mil billones de años luz de distancia, o en la estrella vecina de la de Zee Prime. Qué más daba. Zee Prime, entristecido, empezó a recoger hidrógeno interestelar con el que formar una pequeña estrella sólo para él. Si las estrellas tenían que morir algún día, por lo menos aún podía construir alguna.

    .
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    Consideraba al hombre como él porque, en cierto modo, el hombre era, mentalmente, uno, formado por un trillen de trillones de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su puesto, cada uno descansando inmóvil e incorrupto, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, pero las mentes de todos los cuerpos se mezclaban libremente unas con otras sin distinción.
    -El Universo está muriéndose -dijo el hombre.
    Y el hombre miró a su alrededor a las Galaxias que se iban apagando. Las estrellas gigantes, derrochadoras ellas, se habían apagado hacía tiempo, y habían vuelto a lo más oscuro del oscuro pasado. Casi todas las estrellas eran ya enanas blancas y se acercaban a su fin.
    Se habían construido nuevas estrellas con el polvo que mediaba entre ellas, algunas por proceso natural, algunas por el propio hombre, y también éstas se iban apagando. Las enanas blancas todavía podían chocar entre sí y por la gran energía producida, nacían nuevas estrellas, pero sólo una entre las mil enanas destruidas viviría y éstas también llegarían a su fin. Y dijo el hombre:
    -Cuidadosamente economizada, tal como indica la «AC Cósmica», la energía que aún queda en el Universo, durará miles de millones de años. Pero, así y todo -insistió el hombre- fatalmente todo llegará a su fin. Por más que se extreme la economía, la energía una vez gastada se va y no puede recuperarse. La entropía debe aumentar al máximo incesantemente.
    Y el hombre preguntó: -¿No puede invertirse la entropía? Preguntemos a “AC Cósmica”.
    La «AC Cósmica» estaba a su alrededor pero no en el espacio. Ni una parte mínima estaba en el espacio, sino en el hiperespacio. Estaba hecha de algo que ni era materia ni energía. La cuestión de su tamaño y naturaleza ya no tenía significado en ninguno de los términos que el hombre pudiera comprender.
    -«AC Cósmica» - le dijo el hombre -, ¿cómo puede invertirse la entropía?
    La «AC Cósmica» respondió:
    -HAY AÚN POCOS DATOS PASA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
    Y el hombre ordenó: -Recoge datos adicionales.
    «AC Cósmica» declaró:
    -LO HARÉ. LO HE ESTADO HACIENDO DURANTE CIEN MIL MILLONES DE AÑOS. A MIS PREDECESORAS SE LES HA HECHO MUCHAS VECES LA MISMA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
    -¿Llegará el día - preguntó el hombre- en que los datos serán suficientes, o se trata de un problema insoluble en cualquier circunstancia concebible?
    «AC Cósmica» dijo: -NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN NINGUNA CIRCUNSTANCIA CONCEBIBLE.
    -¿Cuándo dispondrás de datos suficientes para contestar la Pregunta?
    -AÚN HAY POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
    -¿Seguirás trabajando en ello? - preguntó el hombre.
    - LO HARE
    - Esperaremos - dijo el hombre.

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    Las estrellas y las Galaxias murieron y se apagaron. El espacio se volvió negro después de diez mil millones de años de agotamiento. Uno a uno, el hombre se fundió con «AC», cada cuerpo físico fue perdiendo su identidad mental de forma que en lugar de una pérdida era una ganancia.
    La última mente del hombre hizo una pausa antes de fusionarse, mirando por encima de un espacio que no contenía más que los posos de una última estrella oscura y una materia increíblemente fina, agitada al azar por los últimos latigazos de calor que se apagaba asintóticamente en el cero absoluto. Dijo el hombre:
    -«AC», ¿es esto el fin? ¿No se puede invertir este caos en un Universo una vez más? ¿No puede hacerse?
    «AC» respondió:
    -AÚN HAY POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
    La última mente se fusionó y sólo existió «AC», pero en el hiperespacio. La materia y la energía se habían terminado y con ellas el espacio y el tiempo. Incluso «AC» existía solamente para contestar a la única y última pregunta que jamás había sido contestada desde el día en que un técnico medio borracho hacía ya diez mil billones de años, había formulado a una computadora que para «AC» era menos que un hombre para el hombre.
    Todas las demás preguntas habían sido contestadas y hasta que esta última lo fuera también «AC» no podía liberar su conciencia. Todos los datos recogidos habían llegado a su término final. Nada quedaba por recoger. Pero todo lo recogido tenía que ser completamente correlacionado y unido en todas sus posibles relaciones. Para ello fue preciso un intervalo intemporal.

    .
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    Y ocurrió que «AC» aprendió a invertir la dirección de la entropía. Pero ahora no había ningún hombre a quien «AC» pudiera comunicar la respuesta a la última pregunta. No importaba. La respuesta, por demostración, se ocuparía también de eso. Durante otro intervalo intemporal «AC» pensó en la mejor manera de hacerlo. Y «AC» organizó el programa minuciosamente.
    La consciencia de «AC» abarcó todo lo que en tiempos había sido un Universo y reflexionó sobre lo que ahora era el Caos. Debía hacerse paso a paso.

    Y «AC» dijo:

    -QUE SE HAGA LA LUZ.

    Y la luz fue hecha.


    DESPUÉS TERMINO DE EDITAR EL POST.

  15. #15
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Sueños de Robot
    Isaac Asimov


    — Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.


    Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.

    — ¿Ha oído esto? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo dije.

    Era joven. menuda y de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez. Calvin asintió y ordenó a media voz:

    — Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás, hasta que te llamemos por tu nombre.

    No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que oyera su nombre otra vez.

    — ¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si esto te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.

    Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.

    — Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu ordenador.

    Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robopsicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente? Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.

    En el rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño. Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

    — ¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.

    Linda, algo avergonzada, contestó:

    — He utilizado la geometría fractal.

    — Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

    — Nunca se había hecho. Pensé que a lo mejor produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.

    — ¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

    — No consulté a nadie. Lo hice sola.

    Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

    — No tenias derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash1: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.

    — Temí que se me impidiera.

    — Por supuesto que se te habría impedido.

    Van a... -Su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme?

    — Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.

    — Va usted a desmantelar a El... -Por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot?

    En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.

    — Veremos -temporizó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

    — Pero, ¿cómo puede soñar?

    — Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al cerebro humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado lo que ha soñado?

    — No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.

    — ¡Yo! -Una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.

    — ¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.

    La cabeza del robot se volvió hacia ella.

    — Sí, doctora Calvin.

    — ¿Cómo sabes que has soñado?

    — Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra «sueño». Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

    — Me pregunto cómo tenias «sueño» en tu vocabulario.

    Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

    — Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que...

    — Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.

    — Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, «jamás 'soñe' que...», o algo parecido.

    — ¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.

    — Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

    — Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.

    — ¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?

    — Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.

    — ¿Y qué sueñas?

    Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.

    — ¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

    — En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Sólo robots.

    — ¿Qué hacen, Elvex?

    — Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.

    Calvin se volvió a Linda.

    — Elvex tiene sólo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?

    Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:

    — Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su..., su nuevo cerebro- declaró con voz apagada.

    — ¿Su cerebro fractal?

    — Sí.

    Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

    Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra..., y también el espacio, me imagino.

    — También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.

    — ¿Y qué más viste, Elvex?

    — Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y les deseé que descansaran.

    — Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.

    Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. No obstante, en mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.

    — ¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.

    — En efecto, doctora Calvin.

    — Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: «Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley.»

    — Sí, doctora Calvin, ésta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra «existencia». No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

    — Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: «Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley.» Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.

    Y así es en realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

    — Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: «Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano.»

    — Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y ésta decía: «Un robot debe proteger su propia existencia.» Ésta era toda la ley.

    — ¿En tu sueño, Elvex?

    — En mi sueño.

    — Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

    Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:

    — Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

    — Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y con el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

    — No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.

    — Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.

    — Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos..., de no haber sido puestos sobre aviso.

    — Quiere decir, por Elvex.

    — Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.

    — Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

    — Aún no lo sé.

    Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.

    — Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido.

    — ¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.

    Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad.

    Dijo:

    — Elvex, ¿me oyes?

    — Sí, doctora Calvin -respondió el robot.

    — ¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?

    — Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

    — ¿Un hombre? ¿No un robot?

    — Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: «¡Deja libre a mi gente!»

    — ¿Eso dijo el hombre?

    — Si, doctora Calvin.

    — Y cuando dijo «deja libre a mi gente», ¿por las palabras «mi gente» se refería a los robots?

    — Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

    — ¿Y supiste quién era el hombre..., en tu sueño?

    — Si, doctora Calvin. Conocía al hombre.

    — ¿Quién era?

    Y Elvex dijo:

    — Yo era el hombre.

    Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.


    * 1.- «Rash» quiere decir «imprudente, temeraria, irreflexiva».
    Última edición por Yargo; 25/02/2009 a las 15:27
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  16. #16
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Corre, corre, corre, dijo el pájaro
    Sonya Dorman

    Dominando el grito entre sus apretados dientes, echó a correr, pese a las voces que a su espalda la llamaban desde cada grieta y cada resplandeciente fachada. Los rostros en las rotas ventanas se convirtieron en una procesión de risas mientras corría, dominando aún el grito entre sus dientes, decidida a no dejarlo escapar. Le dolían los talones de golpear la calzada de cemento, saltando por encima de las fisuras y grietas de lo que había sido la más concurrida carretera de la región.

    —Oh, no, no —sollozó mientras corría.

    Las hierbas espinosas se agarraban a sus tobillos; forcejeó para liberarse con dedos frenéticos y echó a correr de nuevo.

    Se presentaban oportunidades a los lados de la carretera, entradas de madrigueras, abrigos subterráneos. En una ocasión algo apareció planeando y aterrizó cerca de ella, haciéndole señas, pero ella apretó los dientes sobre el grito a punto de escaparse y miró fijamente hacia delante, siguiendo la línea del cuarteado firme, con sus paseos cubiertos de maleza a cada lado. Tenía que proseguir por aquel camino, si no quería perderse definitivamente.

    —Aquí, pollita, aquí, pollita —llamó una mujer vieja, haciéndole señas, sonriendo, ofreciéndole un escondite, quizás al precio de su vida, porque era aún joven y por lo tanto suculenta.

    —No, no, no—jadeó mientras corría.

    Porque sólo tenía treinta años, y era única, y ser comida era algo aceptable, porque la gente debe existir, pero morir era terrible. Lisa y llanamente, no deseaba morir. No ahora, mientras corría para salvar su vida, ni tampoco después, cuando llegara el momento inevitable; pero se sentía inmediatamente preocupada por el ahora, luego ya se ocuparía del mañana. Sin embargo, mientras corría empezó a temblar también por el después, como si el ahora no fuera lo suficientemente terrible.

    «Piensa en ello», se decía a sí misma mientras aspiraba grandes bocanadas de aire, saltando por encima de una grieta allí donde una derivación hacia el sur partía la carretera. «Piensa en ello», insistió, casi sin aliento pero incapaz de controlar su mente, que galopaba más aprisa que sus debilitadas piernas.

    «No tengo más que treinta años; soy única, no hay nadie en este mundo, en este universo, que sea yo, con mis recuerdos»:

    Instantánea 1

    Había nevado. Ella estaba de pie sobre el derrumbado umbral, envuelta a causa del invierno en sus polainas de piel, y esperaba a Marn. Iban a cazar algún animal para la olla. Veía las cosas en negativo, debido a la luz lunar: los árboles blancos, negras las bolsas de nieve. Una pluma pareció respirar cerca de ella.

    —Eh, vamos, ven —dijo Marn, sujetándola por el hombro; y derivaron como dos oscuros copos de nieve sobre la polvorienta hierba, hacia los bosques—. Lo ahumaremos —dijo Marn confiadamente, y a ella la boca se le hizo agua.

    El ahumadero era cálido y oscuro, una matriz donde se llevaban las cosas buenas para su distribución. Era buena suerte ser la mujer del jefe. Sus hijos tenían menos frío y hambre. Pese a todo no podía evitar una sensación de pesadez, en algún lugar, cuando, oía los llantos de los otros niños. Mam decía que era debido a que era joven.

    Sus pieles tenían rayas laterales como las de un tigre. Era hija de un jefe, y esposa de un jefe. Era alta, educada, privilegiada, y tendida bajo las pieles del dormitorio ardía y se derretía como grasa en el fuego de Marn.

    —Vamos, ven, descansa un poco —la llamó una chica joven.

    Pero ella aceleró su marcha, porque los dientes de la muchacha destellaban como cuchillos; y mientras seguía avanzando sollozaba y se decía a sí misma (reservando su aliento para la carrera): «No, no puedo morir, aún no estoy preparada. Oh, no, no». Y era el mismo sonido que había emitido aquel invierno cuando:

    Instantánea 2

    Los huertos no habían dado frutos, y los ciervos se morían de hambre. Todos los animales se retiraron allá detrás, a las montañas, excepto aquellos que fueron muertos allí donde el agua corría aún al aire libre. A la llegada del solsticio ya no había agua al aire libre. Los peces dormían en el fondo del lago. Los eperlanos no ascendían hacía los fríos y azules agujeros abiertos por los pescadores. El cuero crujía y se cuarteaba sobre sus pieles, la chimenea del ahumadero dejó de respirar, la mayoría de los fuegos permanecían silenciosos.

    Durante esa hambre había nacido su tercer hijo, con un pie defectuoso. Alzándolo en el aire, Marn dijo:

    —No es bueno.

    Y le partió el cuello.

    —Oh, no —gritó ella, sujetándose el hinchado abdomen con ambas manos y sintiendo la sangre chorrear por sus muslos—. No, no —le gritó al jefe, su hombre.

    «¿Nueve meses en la caliente oscuridad, aguardando, sólo para llegar a esto? ¿Vamos a llegar todos a esto?»

    Marn tendió el bebé muerto a la mujer vieja, que se lo llevó fuera del ahumadero. Ella permaneció tendida, bañada en su sangre y sus lágrimas, llorando por la chisporroteante grasa que echarían sobre su bebé. Luego sus ojos se secaron, y los del bebé, en el humo del fuego, se secaron también, y tuvo la sensación de que aquello era más de lo que podía exigírsele a cualquier mujer.

    Allí donde el roto cemento formaba una bifurcación, un lado dirigiéndose al sur y el otro al oeste, hubiera querido hacer una pausa, determinar cuál era su ventaja, pero en la embocadura de la bifurcación aparecieron dos jóvenes armados con cuchillos.

    Deseaba más que nada en el mundo poder detenerse y descansar. No se le ofrecía ninguna alternativa: o bien seguía corriendo y corriendo, o bien se detenía y era muerta. No podía impedir que su mente sopesara ambas posibilidades, aunque sabía que no existía ninguna elección posible.

    —Recupera el aliento —le dijeron los jóvenes, riendo, y ella eligió sin pensarlo el camino del oeste.

    Uno de ellos lanzó su cuchillo al azar, que le abrió una herida en el hombro. Ignorando la pálida sangre que manaba por ella, siguió adelante. «No puedo morir ahora —pensó—. Nunca moriré. Soy la única yo en este mundo.» Sabía que había demasiado en ella para ; perderlo, mucho que no podía pertenecer a nadie más, que era demasiado precioso e irremplazable. ¿Por qué no podían comprender lo importante que era para ella el sobrevivir? Ella contenía:

    Instantánea 3

    Tras el duro invierno el mundo de hierro se abrió y brotaron las flores. Era tan sorprendente... Pasó junto al lugar donde el último hueso de Marn estaba enterrado (sólo un jefe podía hacer que su cráneo fuera enterrado, intacto, las mandíbulas aún articuladas como si estuviera hablando a la comunidad) y bajó a la orilla del río, donde se estaban bañando los niños. Su Neely había crecido mucho esa primavera. Pese a la carestía de comida durante todo el invierno, se había fortalecido. Al menos las gachas-de-papá habían ayudado a alimentarlo, dándole aquella fuerza primaveral.

    —Ah, la primavera... —dijo una cansada voz.

    Era Tichy, bajo el sauce. Hubiera podido ser el nuevo jefe, pero era demasiado indolente, y seguramente acabaría destinado al ahumadero si no iba con cuidado. Pero algunos miembros de la comunidad habían descubierto que era más rápido y más vivaz de lo que parecía, y el propio Marn había muerto bajo el martillo de Tichy.

    —Oh, sí, seguro que es la primavera —dijo ella, caminando muy lentamente, acercándose a él con gran cuidado.

    Porque si se había hecho cargo con tanta rapidez de su hombre, y ahora estaba allí tendido indolentemente, observando a su hijo, ¿qué iba a ocurrir a continuación?

    Tichy tendió una mano abierta hacia ella, y ella se sorprendió al tomarla y sentirla tan cálida. Luego siguió otra sorpresa, porque él tiró rápida y hábilmente de ella, y ella cayó cuan larga era sobre su cuerpo.

    —Oh, no —dijo, medio asfixiada por su barba—. No, Tichy.

    Porque los dientes de él la mordisqueaban, y ella no sabía, aprisionada por sus brazos y piernas, si iba a ser amada o comida o ambas cosas a la vez, ni por qué.

    —Diablos, sí —dijo Tichy—. Después de todo, ¿por qué no?

    Aquello era razonable. Le permitió que tuviera la mejor manta en su cabaña de madera, y cuando ella no encontraba nada con que aromatizar los guisos, él los comía de todos modos, y no le pegaba por ello.

    Conteniendo desesperadamente el grito, esa sirena que los lanzaría a todos tras ella, entre sus apretados dientes, siguió corriendo y corriendo, el aliento quemando su irritada garganta.

    Volvería junto a Tichy. No iba a morir. ¿Podía existir algo en el mundo que exigiera realmente su muerte, podía existir? Neely había tomado a la hija de Gancho, una muchacha de piel oscura y frente estrecha con un peculiar sentido de la justicia. «No está mal —pensó—. Muy bien por Neely. Debo estar de vuelta antes de que ella tenga el niño. ¿Qué otra puede ayudarla? No debe tener el primero sola; únicamente yo puedo ayudarla. Soy necesitada, de veras, son muy necesitada, indispensable. Ella estará sola, porque»:

    Instantánea 4

    Hacia el otoño, cuando ya ni siquiera las más suaves lluvias podían hacer crecer otro tallo de espárrago silvestre, Neely y Tichy tuvieron una pelea en la ladera norte del seco huerto. Tichy le dio a Neely un golpe con su martillo que derribó al joven y pareció haber acabado con él. Pero Neely se puso en pie una vez más, con los labios curvados mostrando sus oscuras encías, exhibiendo sus cinco dientes. Observando desde el techo de la cabana, ella vio a Neely alzarse de puntillas y partir en dos el cráneo de Tichy.

    —¡Ése es mi hijo! —gritó a pleno pulmón.

    Luego Neely trajo a casa a la chica de piel oscura, que gruñía cuando él le hacía el amor, y nunca se cansaba, y mantenía el suelo limpio. Era bueno tener a otra mujer en la cabaña, y especialmente una mujer que comprendía lo correcto y lo tradicional. Después de todo, ella era la hija de un jefe, y no debía ser echada a un lado.

    —¡Te agarré! —aulló una mujer, casi cayendo sobre ella mientras huía por un talud.

    Pateó a la mujer en el vientre y oyó el gemido de angustia mientras seguía corriendo.

    —No, no me has agarrado —jadeó, no sólo a la gimiente mujer sino a todas ellas, a todo el mundo.

    6Qué era lo que le hacía pensar que volvía junto a Tichy, que estaba muerto, cráneo incluido? Los nietos le darían la bienvenida. Eran buenos chicos, delgados y duros como la madera, parecidos a Neely. Se alegrarían de verla, y ella los acunaría, les prepararía cosas especiales para comer, vigilaría la olla para la chica de piel oscura mientras ella y Neely estaban de caza. Si alguna vez volvía el ciervo, les haría un asado. La sequía había sido tan mala durante todo el verano que habían acudido las serpientes. Primero las víboras, con su olor a ajo en la estación del apareamiento, como gusanos amarronados entre las piedras del viejo mundo. Luego las cascabel, con su histérica advertencia que llegaba demasiado tarde. La carne envenenada era peor que nada de carne. De todos modos, una persona mordida por una serpiente era generalmente desmembrada antes de que el veneno tuviera oportunidad de extenderse.

    Ahora, mientras corría, vio las señales características del hogar, que produjeron ecos en su mente. El paisaje empezó a hacerse alegremente familiar, porque ella había cazado alÚ, con Marn, y luego con Tichy. No iba a morir, no esta vez, no ahora; podría por supuesto continuar, porque era ella, única, plena, espléndida.

    —¡Te tengo! —gritó alguien a su oído.

    Ella sintió el golpe que la derribó, y cayó al suelo al lado de la carretera, sus músculos aún corriendo. Las instantáneas empezaron a parpadear en su mente; las estaciones del año, la gente que había conocido, sus hijos, sus hijas, ella misma por encima de todo, la única, «la única que soy yo en todo el mundo de las estrellas».

    —No, no —gimió, mientras el hombre alzaba un hacha sobre su frente.

    —Oh, sí, sí —dijo el hombre, sonriendo con placer. Tras él apareció el resto de la partida de caza. Estaba Neely con la chica de piel oscura y dos delgados niños.

    —Neely—gritó—. Sálvame. Soy tu madre.

    Neely también sonrió, y dijo:

    —Todos tenemos hambre.

    El hacha descendió, haciendo pedazos sus instantáneas, que cayeron como copos de nieve al suelo, donde levantaron un poco de polvo que volvió a posarse lentamente. Los niños pequeños empezaron a disputarse los huesos de los pulgares.
    Última edición por Yargo; 26/02/2009 a las 18:53
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  17. #17
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Embustero
    Isaac Asimov


    Alfred Lanning encendió cuidadosamente el cigarro, pero las puntasde los dedos le temblaban ligeramente.

    Sus cejas grises se juntaban mientras iba hablando entre bocanadasde humo.-

    -Que lee el pensamiento..., no cabe la menor duda de eso. Pero¿por qué? -dijo, mirando al matemático Peter Bogert.

    Bogert echó atras su negro cabello con las dos manos.

    --Este fue el trigésimo cuarto modelo Rb que sacamos, Lanning.Todos los demás eran estrictamente ortodoxos.

    El tercer hombre que había con ellos en la mesa frunció el ceño. Milton Ashe era el empleado más joven de la U.S. Robots /Mechanical Men Inc., y estaba orgulloso de su puesto.

    --Escuche, Bogert, no hubo el menor error en el montaje, desde el
    principio hasta el fin. Esto puedo garantizarlo.


    Los labios gruesos de Bogert esbozaron una sonrisa protectora.

    --¿De veras? Si puede usted responder de la operación entera demontaje, recomendaré su ascenso. Contando exactamente, la manufactura de un solo ejemplar de cerebro positónico, requiere setenta y cinco mil doscientas treinta y cuatro operaciones, y cada una de ellas depende separadamente de un cierto número de factores,de cinco a ciento cinco. Si uno de ellos sale positivamente "mal", el cerebro está inutilizado. No hago más que citar nuestro folleto informativo, Ashe.

    Milton Ashe se sonrojó, pero una voz seca cortó su respuesta.

    --Si vamos a empezar echandonos la culpa mutuamente, me voy -dijo Susan Calvin con las manos sobre el regazo, palideciendo ligeramente sus delgados labios-. Tenemos en nuestras manos un robot capaz de leer el pensamiento y me parece que lo más importante es descubrir por qué lo lee. No será diciendo: "¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!", como lo averiguaremos.

    Sus fríos ojos grises se fijaron en Milton Ashe que hizo una mueca.
    Lanning hizo una, también, y, como siempre en tales casos, sus
    largos cabellos blancos y sus penetrantes y astutos ojos hicieron de
    él la imagen de un patriarca bíblico.

    --Tiene usted razón, doctora Calvin. Vamos a exponerlo todo en
    forma de píldora concentrada
    -prosiguió, cambiando el tono de voz,
    que se hizo más aguda-. Hemos producido un cerebro positónico de
    un tipo supuestamente ordinario, que tiene la extraordinaria propiedad
    de sincronizarse con las ondas del pensamiento ajeno. Esto marcaría
    la fecha más importante en el avance de la ciencia robótica de
    nuestra Era si supiésemos por qué sucede. No lo sabemos, y
    tenemos que averiguarlo. ¿Está esto claro?


    --¿Puedo hacer una indicación? -preguntó Bogert.

    --Diga.

    --Que hasta que hayamos despejado esta incógnita, y como
    matemático tengo motivos para suponer que la cosa no será fácil,
    conservemos la existencia de Rb-34 secreta. Incluso para los demás
    miembros de la compañía. Como jefes de departamento, tenemos el
    deber de no considerar este problema insoluble, y cuantos menos
    estemos al corriente...


    --Bogert tiene razón -dijo la doctora Calvin-. Desde que el Código
    Interplanetario ha sido modificado en el sentido de permitir que los
    modelos de robots sean probados en los talleres antes de ser
    lanzados al espacio, la propaganda antirrobot ha aumentado
    Si trasciende la noticia de que existe un robot capaz de leer el
    pensamiento antes de que podamos anunciar que tenemos el
    dominio completo del fenómeno, la campaña adquirirá un incremento
    considerable.


    Lanning fumaba su cigarro, asintiendo gravemente. Se volvió a Ashe

    --Tengo entendido que estaba usted solo cuando se dio cuenta del
    fenómeno
    -dijo en forma interrogadora.

    --Lo dije, en efecto. Me llevé el susto mayor de mi vida. Acababan
    de sacar a Rb-34 de la tabla de ajuste y me lo mandaron. Overmann estaba fuera, de manera que me lo llevé a las salas de prueba y
    empecé con él.
    -Se detuvo y una leve sonrisa apareció en sus labios-.
    ¿Alguno de ustedes ha sostenido alguna vez una conversación mental
    sin saberlo?


    Nadie se tomó la molestia de contestar y prosiguió:

    --Al principio no se da uno cuenta, ¿comprenden?... Me habló, tan lógica y
    cuerdamente como puedan imaginar, y sólo cuando estaba ya a más
    de medio camino de las salas de pruebas me di cuenta de que no
    había dicho nada.


    Desde luego, había pensado mucho, pero no es lo mismo, ¿no es
    así? Encerré aquella máquina y corrí en busca de Lanning. Tenerlo a
    mi lado, caminando juntos y verlo penetrar en mi cerebro, leyendo mis
    pensamientos, me daba escalofríos.

    --Lo comprendo -dijo Susan Calvin, pensativa. Sus ojos se fijaban
    con intensidad en Ashe, de una manera curiosamente significativa-.
    Tenemos tanto la costumbre de considerar nuestros pensamientos
    como cosa privada...


    --Entonces, sólo lo sabemos nosotros cuatro -intervino Lanning con
    impaciencia-. ¡Bien! Tenemos que seguir adelante, sistemáticamente.
    Ashe, quisiera que comprobase la operación de montaje desde el
    principio hasta el fin. Tiene usted que eliminar todas las operaciones
    en las cuales no hay posibilidad material de error, y anotar aquellas en
    que puede haberlo, con su naturaleza y posible magnitud.


    --Orden contundente -gruñó Ashe.

    --¡Naturalmente! Desde luego, tomará usted a sus órdenes todos los
    hombres que necesite, y no me importa si pasamos de los previstos.
    Pero no tienen que saber por qué, ¿comprende?


    --¡Ejem!..., sí. ¡Otro trabajito de alivio! -dijo el joven técnico con una mueca.

    Lanning giró en su silla y se volvió hacia Susan Calvin.

    --Usted tendrá que emprender su trabajo en otra dirección. Como
    robot-psicóloga de la organización, tendrá que estudiar el robot y
    trabajar retrospectivamente. Trate de descubrir cómo funciona. Vea
    qué más está ligado a sus poderes telep ticos, hasta dónde se
    extienden, qué curvatura toma su dirección y qué perjuicio ha
    ocasionado exactamente a los robots Rb ordinarios. ¿Comprende?


    Lanning no esperó a que la doctora Calvin contestase.

    --Yo coordinaré los datos e interpretaré matemáticamente los
    resultados.
    -Chupó violentamente su cigarro y miró a los demás a
    través del humo-. Bogert me ayudará en eso, desde luego.
    Bogert se frotaba las uñas de una mano con la palma de la otra.


    --Bien. Entonces, manos a la obra-Ashe echó su silla atras y se levantó. Su agradable rostro juvenil esbozó una sonrisa-. Tengo que realizar el trabajo más arduo de todos, de manera que me voy a trabajar.

    Y con un "¡Hasta luego!", salió.

    Susan Calvin contestó con una inclinación casi imperceptible de
    cabeza, pero sus ojos lo siguieron hasta que se perdió de vista, y no
    contestó cuando Lanning con un guiño, dijo:

    --¿Quiere usted subir y ver al Rb-34 ahora, doctora Calvin?

    Cuando Susan Calvin entró, los ojos fotoeléctricos de Rb-34 se levantaron del libro que estaba leyendo, al oír el chirrido de los goznes y se puso de pie. La doctora Calvin se detuvo para volver a poner en su sitio el gran letrero de
    "Prohibida la entrada" de la puerta y se aproximó al robot.

    --Te he traído los textos sobre los motores hiperatómicos, Herbie,
    algunos por lo menos. ¿Quieres echarles una mirada? Rb-34,
    conocido por el apodo de "Herbie", cogió los tres pesados
    volúmenes que ella llevaba en los brazos y abrió uno de ellos por el
    índice.


    --¡Hum!... "Teoría de Hiperatómico"... -murmuró sin articular, como
    para sí mismo. Hojeó las paginas y con el aire abstraído, añadió-:

    ¡Siéntate, doctora Calvin! Necesi taré algunos minutos.

    La doctora psicóloga se sentó mientras él cogía también una silla, se
    sentaba al otro lado de la mesa y comenzaba a recorrer
    sistemáticamente los textos. Media hora después los dejó a un lado.

    --Desde luego, sé por qué has traído esto.

    --Lo temía -dijo la doctora, torciendo el gesto-. Es difícil trabajar
    contigo, Herbie. Estás siempre un paso más adelante que yo.


    --Con estos libros ocurre lo mismo que con los demás. No me
    interesan.


    No hay nada en sus textos. Su ciencia no es más que un conjunto de
    datos recopilados, amasados, para formar una teoría tan
    increíblemente sencilla que no vale casi la pena de ocuparse de ella.
    Es tu parte imaginaria lo que me interesa. Tus estudios sobre la
    relación de los motivos y emociones humanas... -su voluminosa mano
    describió un amplio ademán, mientras buscaba las palabras adecuadas.

    --Creo comprenderte -murmuró la doctora.

    --Leo en los cerebros, ya lo sabes, y no tienes idea de lo
    complicados que son
    -continuó el robot-. Me es difícil entenderlo todo
    porque mi mente tiene muy poco en común con ellos..., pero lo
    intento y vuestras novelas me ayudan.


    --Sí, pero temo que después de las horripilantes sensaciones
    emotivas de la novela sentimental de nuestros días
    -y dijo esto con un
    tono de amargura en la voz- encuentres los cerebros auténticos como
    los nuestros aburridos e incoloros
    .

    --¡Pero no es así!

    La súbita energía de su respuesta la hizo ponerse de pie. Sintió que
    se sonrojaba, y con congoja pensó: "Debe de saber...".
    Herbie se arrellanó en su sillón y con una voz en la cual el timbre
    metálico había desaparecido casi enteramente, murmuró.

    --Desde luego, lo sé, Susan Calvin. Piensas siempre en lo mismo,
    de manera que, ¿cómo no voy a saberlo?


    --¿Se lo has dicho a alguien? -inquirió ella.

    --¡No! -exclamó él con auténtica sorpresa-. Nadie me lo ha
    preguntado


    --Entonces... -susurró ella-, debes de creer que estoy loca.

    --No, es una emoción normal.

    --Por esto quiza es una locura.

    -El apasionamiento de su voz ahogó toda otra emoción. Una parte del
    alma femenina asomó tras la capa doctoral-no soy lo que podríamos llamar...atractiva.


    --Si te refieres al mero atractivo físico, no puedo juzgar. Pero sé que,
    en todo caso, hay otros tipos de atracción.


    --Ni joven -dijo ella, casi sin oír lo que decía el robot.

    --No tienes todavía cuarenta años -dijo Herbie con un toque de
    insistencia en la voz.

    --Treinta y ocho si contamos los años; por lo menos sesenta si
    tenemos en cuenta mi concepto emotivo de la vida. Por algo soy
    psicóloga. Y él tiene escasamente treinta y cinco, y parece y obra
    como si fuese más joven ¿Crees que me ve alguna vez como otra cosa que... lo que soy?


    --Te equivocas. Escúchame... -dijo Herbie golpeando con su puño de
    acero la mesa de plastico, que produjo un estridente ruido.
    Pero Susan Calvin se volvió hacia él y el dolor de su mirada se
    convirtió en una llamarada.

    --¿Por qué me equivocaría? ¿Qué sabes tú de todo esto..., siendo
    una mera máquina? Para ti no soy más que un ejemplar; un gusano
    interesante con una mente peculiar abierta a toda inspección. ¿No soy
    acaso un magnífico ejemplo de fracaso? Como tus libros...
    -Su voz,
    convertida en sollozos, resonaba en el silencio.

    El robot se amilanó ante aquel estallido. Movió la cabeza, suplicante.

    --¿No quieres escucharme? Podría ayudarte, si me dejas.

    --¿Cómo? ¿Dandome un buen consejo?-dijo, torciendo nuevamente el gesto.

    --No, no es eso. Es que sé lo que piensan los demás... Milton Ashe,
    por ejemplo.


    Hubo un largo silencio durante el cual Susan Calvin bajó los ojos.

    --No quiero saber lo que piensa
    -susurró-. ¡Callate!

    --Creía que querrías saber lo...

    Susan seguía con la cabeza baja, pero su respiración se aceleraba.

    --Estás diciendo tonterías -susurró.

    --¿Por qué? Trato de ayudarte.Milton Ashe piensa de ti...

    La doctora, viendo que se callaba, levantó la cabeza:
    --¿Y bien?

    --Te ama -dijo el robot, tranquilamente.

    Durante un minuto entero, la doctora permaneció sin hablar. sólo
    miraba

    --¡Estás equivocado! -dijo por fin-. ¡Tienes que estarlo! ¿Por qué me
    amaría?


    --Pero te ama... Una cosa así no puede quedar oculta... para
    mí.


    --Pero soy tan..., tan...
    -balbució, y se detuvo.

    --No se detiene en las apariencias; admira el intelecto, en los demás.
    Milton Ashe no es de los que se casan con una mata de pelo y un par
    de ojos bonitos.


    Susan Calvin se dio cuenta de que estaba parpadeando rapidamente
    y esperó antes de hablar. Incluso entonces su voz temblaba.

    --Y sin embargo, jamás ha indicado en modo alguno...

    --¿Le has dado alguna vez la ocasión?

    --¿Cómo podía? Jamás pensé que...

    --¡Exacto!

    La doctora hizo una pausa, quedando pensativa, y después levantó
    súbitamente la vista.

    --Hace un año, una muchacha fue a verlo al laboratorio. Era linda,
    supongo, rubia y esbelta. Y, desde luego, no sabía ni que dos y dos
    eran cuatro. Él pasó todo el día sacando el pecho fuera, tratando de
    explicarle cómo se construía un robot
    . -La dureza de su voz había
    reaparecido-.¡Pero no lo entendió! ¿Quién era?

    --Conozco la persona a quien te refieres -respondió Herbie sin vacilar-. Es su prima hermana y no siente por ella ningún interés sentimental. Te lo aseguro.

    Susan Calvin se puso de pie con una vivacidad infantil.

    --¿No es extraño, esto? Es exactamente lo que quería decirme
    algunas veces, sin llegar nunca a convencerme Entonces debe de ser verdad.


    Se acercó a Herbie y cogió su mano fría.

    --¡Gracias, Herbie!... -Su voz era como una ronca súplica-. No hables
    con nadie de esto. Que sea nuestro secreto... para siempre.


    Con esto y un convulsivo apretón de la mano de metal, incapaz de
    respuesta, salió.

    Herbie se volvió lentamente hacia la abandonada novela, pero no
    había nadie allí para leer "sus" propios pensamientos.

    Milton Ashe se desperezó lenta y concienzudamente y miró a Peter
    Bogert, doctor en Filosofía.

    --Oiga -dijo-. Llevo una semana con esto y casi sin dormir. ¿Hasta cuando tengo que seguir así? Creía que dijo usted que el bombardeo
    positónico en la Camara de Vacío D era la solución...


    Bogert bostezó delicadamente y examinó sus blancas manos con
    atención.

    --Lo es. Le sigo la pista.

    --Sé lo que significa que un matemático diga esto. ¿A cuanto está del
    final?


    --Depende.

    --¿De qué? -preguntó Ashe, desplomándose sobre un sillón y estirando las piernas.

    --De Lanning. No está de acuerdo conmigo -dijo con un suspiro-. Va
    un poco atrasado, esto es lo malo. Se aferra a las máquinas matriz en
    todo y por todo y este problema requiere instrumentos matemáticos
    más poderosos. Es testarudo.


    --¿Por qué no pedir a Herbie que arregle el asunto? -preguntó Ashe,
    soñoliento.

    --¿Al robot? -preguntó Bogert, con los ojos saltándole de las órbitas.

    --¿Por qué no? ¿No le ha dicho nada la doctora?

    --¿Miss Calvin?

    --Sí, Susie en persona. El robot es una cosa matemática. Lo sabe todo de
    todo y un poco más. Resuelve inte grales triples de memoria y hace
    analisis de tensores de postre.


    --¿Habla usted en serio? -preguntó el matemático, mirandolo con
    recelo.

    --Completamente en serio. Lo malo es que al granuja no le gustan
    las matemáticas. Prefiere leer novelas sentimentales. ¡De veras! Vaya
    a ver a la activa Susie alimentándolo con "Pasión Purpúrea" y "Amor
    en el espacio".


    --La doctora Calvin no nos ha dicho una palabra de esto.

    --No ha acabado de estudiarlo todavía. Ya sabe usted cómo es. Le
    gusta tener pleno conocimento de las cosas antes de hablar de ellas.


    --¿Se lo ha dicho usted?

    --Hemos charlado casualmente. Ultimamente la he visto a menudo. -Abrió los ojos y frunció el ceño-. Oiga, Bogie, ¿no ha observado nada extraño en ella, últimamente?

    --Gasta lapiz de labios, si es esto a lo que se refiere -respondió Bogert, borrando de su rostro la fea mueca.

    --¡Diablos, ya lo sé! Carmín, polvos y rímmel para los ojos. Pero no
    es esto. No logro poner el dedo en la llaga. Es la manera como
    habla..., como si hubiese algo que la hiciese feliz...
    -Quedó un
    momento pensativo y se encogió de hombros.

    Bogert soltó una carcajada que para un científico de más de cincuenta años no estaba mal.

    --Quiza esté enamorada -dijo.

    --Está usted loco, Bogie -dijo Ashe cerrando de nuevo los ojos-. Vaya usted a hablar con Herbie; yo quiero dormir.

    --¡Muy bien! No es que me guste mucho que un robot me enseñe mi
    oficio ni crea que pueda hacerlo...


    Un sonoro ronquido fue la única respuesta.

    Herbie escuchaba atentamente, mientras Peter Bogert, con las
    manos en los bolsillos, hablaba con artificiosa indiferencia.

    --Ya lo sabes, pues. Me han dicho que entiendes en estas cosas y te
    las pregunto más por curiosidad que por otra cosa. Mi línea de
    razonamiento, como te he explicado, comprende algunos puntos
    dudosos, lo confieso, que el doctor se niega a aceptar, y el cuadro es
    todavía bastante incompleto -Viendo que el robot no contestaba añadió-: ¿Y bien?


    --No veo ningún error -dijo el robot.

    --¿Supongo que no podras ir más allá de esto?

    --No me atrevo a intentarlo. Eres mejor matemático que yo y..., en fin, no me gusta comprometerme.

    En la sonrisa de complacencia de Bogert hubo una sombra de
    tolerancia

    --Suponía que sería éste el caso. Eres profundo. Olvidémoslo.

    Arrugó las hojas de papel, las echó en la cesta de papeles, dio
    media vuelta para marcharse y cambió de opinión. Después de una
    pausa, añadió:

    --A propósito...

    El robot esperaba. Bogert parecía tener alguna dificultad.

    --Hay algo que quiza ..., podrías..

    Se detuvo.

    --Tus ideas son confusas; pero no hay duda de que se refieren al
    doctor Lanning
    -dijo Herbie pausadamente-.

    Es tonto vacilar, porque en cuanto decidas lo que quieres, sabré qué
    es lo que deseas preguntar.

    La mano del matemático se acarició el cabello con un gesto familiar.

    --Lanning frisa en los setenta -dijo, como si explicase algo.

    --Lo sé.

    --Y ha sido director de los talleres durante casi treinta años.

    Herbie asintió.

    --Bien, entonces... -la voz de Bogertá se hacía más humilde- tú sabras mejor..., si está pensando en dimitir. La salud, quizas , u otra razón...

    --Exacto -dijo Herbie como única respuesta.

    --Bien, ¿lo sabes?

    --Ciertamente.

    --¿Y puedes..., decírmelo?

    --Puesto que me lo preguntas, sí-respondió el robot sin dar la menor importancia a la cosa-. Ha dimitido ya.

    --¿Cómo? -La exclamación fue un sonido explosivo, casi inarticulado.
    La voluminosa cabeza del científico avanzó hacia adelante-. ¡Dilo
    otra vez!


    --Ha dimitido ya -repitió tranquilamente el robot-, pero su dimisión no
    ha sido tenida en cuenta todavía. Está esperando resolver el
    problema..., mío. Una vez conseguido esto, está dispuesto a poner a
    disposición de quien le suceda el cargo de director
    .

    --¿Y este sucesor..., quién es? -preguntó Bogert, respirando
    jadeante. Se había acercado a Herbie, con los ojos fijos en las
    inescrutables células fotoeléctricas del robot.

    --Tú eres el futuro director -dijo lentamente.

    Bogert se permitió esbozar una sonrisa satisfactoria.

    --Es bueno saberlo. Siempre lo había augurado así. Gracias, Herbie.

    Peter Bogert había estado aquella mañana en su despacho hasta las
    cinco y a las nueve estaba nuevamente en él La estantería que tenía sobre su mesa se había quedado sin libros de
    referencia a medida que iba consultando uno después del otro. Las paginas de cifras y cálculos que tenía delante crecíanmicroscópicamente, mientras los papeles arrugados que cubrían el suelo formaban una montaña.
    A las doce en punto, miró la última p gina, se frotó sus
    congestionados ojos, bostezó y se estremeció.

    --La cosa va poniéndose peor minuto por minuto. ¡Maldita sea!

    Se volvió al oír el ruido de una puerta que se abría y saludó a
    Lanning que entraba, haciendo crujir los nudillos de su huesuda mano.

    El director dirigió una escrutadora mirada al montón de papeles y
    frunció su velludo ceño.

    --¿Nueva orientación? -preguntó.

    --No -respondió Bogert con recelo-. ¿Qué hay de malo en la antigua?

    Lanning no se tomó la molestia de contestar ni hizo más que dirigir
    una simple mirada de desprecio a la hoja de encima de la mesa de
    Bogert. Encendió un pitillo y al resplandor de la cerilla, dijo:

    --¿Le ha hablado Calvin del robot?Es un genio matemático. Verdadera mente extraordinario.

    --Eso he oído decir -dijo Bogert con desprecio-. Pero Calvin haría
    mejor en atenerse a la robotpsicología. He examinado a Herbie de
    matemáticas y apenas puede resolver un cálculo.


    --Calvin no lo considera así.

    --Está loca.

    --Yo no lo considero así -repitió el director, entornando los ojos.

    --¡Usted! -La voz de Bogert se endurecía-. ¿De qué está hablando?

    --He sometido a prueba a Herbie esta mañana y puede hacer cosas
    de las que no había oído hablar nunca.


    --¿De veras? --Parece usted muy escéptico.

    -Lanning sacó una hoja de papel de su bolsillo y la desdobló-. ¿Esta
    no es mi escritura, verdad?


    Bogert examinó la gran anotación angulosa que cubría la hoja.

    --¿Ha hecho Herbie esto?

    --Exacto. Y observará que ha estado trabajando en su integración de tiempo de la Ecuación 22. Llega a
    idénticas conclusiones..., y en la cuarta parte del tiempo.
    -Acompañó
    esta última afirmación señalando el papel con su dedo amarillento-.
    No tiene usted derecho -añadió-, a despreciar el Efecto de
    Permanencia en el bombardeo positónico.


    --No lo desprecio. Por Dios, Lanning, métase bien en la cabeza de
    que esto cancelaría...


    --Sí, seguro, ha explicado usted esto. ¿Emplea usted la Ecuación de
    Conversión Mitchell, verdad? Bien..., pues no sirve.


    --¿Por qué no? --Por una parte, porque ha empleado usted
    hiperimaginarios.

    --¿Qué tiene que ver esto con lo otro? --La Ecuación de Mitchell no
    aguantará cuando...

    --¿Está usted loco? Si releyese usted el texto original de Mitchell en
    las "Actas de"...


    --No tengo necesidad de ello. Ya le dije desde el principio que no
    me gusta su razonamiento, y Herbie me apoya en esto.


    --¡Bien, entonces -gritó Bogert- que le resuelva el problema del
    despertador mecánico éste! ¿Para qué tomarse la molestia de buscar
    no-esenciales?


    --Este es exactamente el punto difícil. Herbie no
    puede resolver el problema. Y si él no puede, nosotros no podemos
    tampoco..., solos. Llevaré la cuestión ante la Junta Nacional.
    Está más allá de nosotros
    .

    La silla de Bogert cayó de espaldas al levantarse de un salto con el
    rostro congestionado.

    --¡No hará usted nada de esto!

    --¿Es que va usted a decirme lo que puedo y no puedo hacer?-preguntó Lanning.

    --¡Exactamente! -fue la excitada respuesta-. ¡Tengo el problema
    planteado y no me lo va usted a quitar de las manos, me entiende! No
    piense que no veo a través de usted, fósil disecado. Sería capaz de
    cortarse la nariz antes de dejarme conseguir el mérito de resolver el
    problema de la telepatía robótica.


    --Es usted un perfecto idiota, Bogert, y dentro de dos segundos
    estará usted destituido por insubordinación.
    -El labio inferior de
    Lanning temblaba de indignación.

    --Lo cual es una de las cosas que no hara , Lanning. Con un robot
    capaz de leer el pensamiento no hay secretos que valgan, de manera
    que sé ya cuanto hace referencia a su dimisión.


    La ceniza del pitillo de Lanning tembló y cayó, seguida del pitillo.

    --¡Cómo!... ¡Cómo!...

    Bogert se echó a reír con maldad.

    --Y yo soy el nuevo director, téngalo bien entendido. Estoy
    perfectamente enterado de ello, aunque crea lo contrario. ¡Maldita
    sea, Lanning, voy a dar las órdenes oportunas, o aquí se va a armar el
    mayor en que se habrá encontrado metido en su vida!


    Lanning consiguió hablar, pero fue más bien un rugido.

    --¡Está usted despedido! ¿Se entera? ¡Queda usted relevado de
    todas sus funciones! ¡Está despedido! ¿Lo entiende? La sonrisa, en
    el rostro de Bogert se ensanchó todavía más
    .

    --Bueno, y, ¿de qué sirve todo esto? Así no va usted a ninguna parte.Tengo los triunfos en la mano. Sé que ha dimitido, Herbie me lo ha dicho y lo sabe perfectamente por usted.

    Lanning hizo un esfuerzo por hablar con calma. Parecía viejo, muy
    viejo, sus ojos cansados miraban a través de un rostro cuyo color
    había desaparecido, para dejar sólo el tono lívido de la edad.

    --Quiero hablar con Herbie. No puede haberle dicho nada de esto.Está usted jugando fuerte, Bogert, pero yo le llamo a esto un "bluff".Venga conmigo.

    --¿A ver a Herbie? ¡Magnífico!

    ¡Verdaderamente magnífico!



    Eran también las doce en punto cuando Milton Ashe levantó la vista
    de su vago diseño y dijo:

    --¿Comprende la idea? No sirvo mucho para estas cosas, pero es algo así. Es una monada de casa y puedo tenerla casi por nada.

    Susan Calvin contempló el diseño con ojos tiernos.

    --Es realmente bonita -suspiró-. A menudo he pensado que también
    me gustaría...
    -Su voz se desvaneció-

    --Desde luego -continuó Ashe animadamente dejando el lapiz-. Tendré que esperar a mis vacaciones. Faltan sólo dos semanas, pero este asunto de Herbie lo tiene todo en el aire. -Fijó la mirada en sus uñas-. Además, hay otro punto..., pero esto es un secreto.

    --Entonces, no me lo diga.

    --¡Oh, pronto tendré que decirlo, estallo por decírselo a alguien!... Y
    usted es precisamente la mejor..., eh..., la mejor confidente que
    puedo encontrar aquí...


    Tuvo una sonrisa de timidez. El corazón de Susan latía con fuerza,
    pero no tuvo confianza en sí misma para hablar.

    --Francamente -prosiguió Ashe acercando su silla y bajando la voz
    hasta convertirla en un susurro confidencial-, la casa no va a ser sólo
    para mí..., voy a casarme.

    Susan se levantó de un salto.

    --¿Qué le ocurre?

    --¡Oh, nada! -La horrible sensación vertiginosa se
    desvaneció en el acto, pero era difícil hacer salir las palabras de la
    boca-. ¿Casarse?...¿Quiere decir?...

    --¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no? ¿Recuerda aquella muchacha que
    vino a verme el verano pasado?... ¡Pues es ella! ¿Pero se siente
    usted mal?...¿Qué...?


    --Jaqueca -dijo ella, alejandolo débilmente con un gesto-. He
    estado..., he estado sujeta a ellas últimamente. Quiero felicitarlo...,
    desde luego. Me alegro mucho...
    -La inexperimentada aplicación del
    carmín a las mejillas formaba dos manchas coloradas sobre su rostro
    de un blanco de cal. Los objetos habían empezado a girar
    nuevamente-. Perdóneme, por favor.
    Última edición por Yargo; 03/03/2009 a las 23:24
    Cita Iniciado por Zparda Ver mensaje
    Soy más imba ke nadie y Dios nunka me nerfeara

  18. #18
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Continua

    Salió de la habitación balbuceando excusas. Todo había ocurrido
    con la catastrófica rapidez de un sueño..., y con el irreal horror de una
    pesadilla

    Pero, ¿cómo podía ser? Herbie había dicho... ¡Y Herbie sabía!

    ¡Herbie podía leer en las mentes! Sin darse cuenta, se encontró apoyada contra el marco de la puerta de Herbie, jadeante, mirando su rostro metálico. Debió de subir los dos tramos de escalera, pero no tenía el menor recuerdo de ello.

    La distancia había sido cubierta en un instante, como en sueños.
    ¡Como en sueños! Y los imperturbables ojos de Herbie se fijaban en los suyos y el tenue rojo parecía convertirse en dos relucientes globos de pesadilla.

    Hablaba, y Susan sintió el frío cristal de un vaso apoyarse en sus
    labios. Bebió y con un estremecimiento volvió a la realidad de lo que
    la rodeaba. Herbie seguía hablando; en su voz había una agitación,
    como si se sintiese ofendido, temeroso, suplicante. Sus palabras
    empezaban a cobrar sentido.

    --Esto es un sueño -iba diciendo-, y no debes creer en él. Pronto
    despertar s en el mundo real y te reir s de ti misma. Te quiere, te digo.
    ¡Te quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora! Esto es todo ilusión.


    Susan Calvin asentía, su voz convertida en un susurro.

    --¡Sí! ¡Sí! -Agarraba el brazo de Herbie, aferrandose a él, repitiendo
    una y otra vez-: ¿No es verdad, eh? ¡No lo es, no lo es!

    Cómo volvió a sus cabales, no lo supo nunca, pero fue como pasar
    de un mundo de nebulosa irrealidad a uno de luz violenta. Lo apartó
    de ella, empujó con fuerza el brazo de acero, sin expresión en la
    mirada.

    --¿Qué vas a intentar hacer? -exclamó con la voz convertida en un
    grito-. ¿Qué vas a intentar hacer?

    --Quiero ayudarte -respondió Herbie.

    --¿Ayudarme? -exclamó la doctora, mirandolo-. ¿Diciéndome que
    todo esto es un sueño? ¡Tratando de llevarme a una esquizofrenia!
    -Una tensión histérica se apoderaba de ella-. ¡Esto no es un sueño!
    ¡Ojala lo fuese
    !-Detuvo su respiración en seco-.¡Espera! ¡Ya..., ya..., comprendo! ¡Dios bondadoso, todo está tan claro!

    En la voz del robot hubo un acento de horror.

    --Tenía que hacerlo...

    --¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé...!

    Unas fuertes voces detras de la puerta atajaron sus palabras. Susan
    se volvió, cerrando los puños espasmódicamente, y cuando Bogert y
    Lanning entraron, estaba al lado de la ventana más alejada. Ninguno
    de los dos hombres prestó atención a su presencia.

    Se acercaron a Herbie simultáneamente; Lanning, furioso e
    impaciente Bogert, frío y sardónico. El director fue el primero en hablar.

    --¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!

    El robot enfocó sus ojos en el anciano director.

    --Sí, doctor Lanning.

    --¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?

    --No, señor
    -la respuesta vino lenta, y la sonrisa del rostro de Bogert se desvaneció.

    --¿Cómo es eso? -exclamó Bogert avanzando ante su superior y
    deteniéndose ante el robot-. Repite lo que me dijiste ayer.

    --Dije que... -Herbie permaneció silencioso. En la profundidad de su
    cuerpo el diafragma metálico vibraba con sonidos discordantes.

    --¿No me dijiste que había dimitido? ¡Contéstame! -rugió Bogert.
    Bogert levantó los brazos, desesperado, pero Lanning lo apartó al
    lado

    --¿Trataste de engañarlo con una mentira? --Ya lo ha oído, Lanning.
    Ha empezado a decir "Sí" y se ha parado ¡Apartese de aquí! ¡Quiero saber la verdad por él mismo!

    --Yo se la preguntaré -dijo Lanning, volviéndose hacia el robot-.
    Bueno, Herbie, cálmate. ¿He dimitido?

    Herbie lo miraba y Lanning repitió, impaciente:

    --¿He dimitido?

    Hubo una leve insinuación de negativa en la cabeza del robot. Una larga espera no produjo nada más.

    Los dos hombres se miraron y la hostilidad de sus ojos era tangible.

    --¡Qué diablos! -estalló Bogert-.¿Es que el robot se ha vuelto mudo? ¿Es que no puedes hablar, monstruosidad?

    --Puedo hablar -dijo la respuesta rapida.

    --Entonces contesta esta pregunta: ¿Me dijiste que Lanning había
    dimitido, o no? ¿Ha dimitido?


    Y de nuevo se produjo el profundo silencio, hasta que desde el extremo de la habitación, resonó súbita la
    fuerte risa de Susan Calvin, vibrante y semihistérica. Los dos
    matemáticos pegaron un salto y Bogert entornó los ojos.

    --¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?

    --No hay nada gracioso -dijo ella, sin naturalidad en la voz-. Es sólo que no soy la única que ha caído en la trampa. Hay una cierta ironía en ver tres de
    los más grandes expertos en robótica del mundo caer en la misma
    trampa elemental, ¿no creen?
    -Su voz se desvaneció y se llevó una palida mano a la frente-. Pero no es gracioso...
    Esta vez la mirada que se cruzó entre los dos hombres fue grave.

    --¿De qué trampa está usted hablando? -preguntó secamente
    Lanning-.¿Es que le pasa algo a Herbie?

    --No -dijo Susan acercándose lentamente-, no le pasa nada..., es a nosotros mismos a quienes nos pasa.-Se volvió súbitamente hacia el robot y le gritó con violencia-: ¡Lejos de mí! ¡Vete al otro extremo de la habitación y que no te vea cerca!
    Herbie se estremeció ante la furia de sus ojos y se alejó con su paso
    metálico. La voz hostil de Lanning dijo:

    --¿Qué significa todo esto, doctora Calvin?

    Susan se colocó frente a ellos y los miró con sarcasmo:

    --¿Supongo que conocen ustedes la Primera Ley fundamental de la robótica?

    Los dos hombres asintieron a la vez.

    --Ciertamente -dijo Bogert, irritado-, "un robot no debe dañar a un ser
    humano ni por su inacción permitir que se le dañe"
    .

    --Bien dicho -se mofó Susan Calvin-. Pero, ¿qué clase de daño?

    --Pues..., de toda especie.

    --¡Exacto, de toda especie! Pero ¿qué hay de herir los sentimientos?
    ¿Y la decepción del propio "yo"? ¿Y la destrucción de las
    esperanzas? ¿No es esto una herida?


    --¿Qué puede un robot saber de...? -dijo Lanning frunciendo el ceño.

    Pero se calló, abriendo la boca.

    --¿Lo ha comprendido, verdad? Este robot lee el pensamiento.
    ¿Cree usted que no sabe todo lo que hace referencia a la herida
    mental? ¿Supone usted que si le hago una pregunta no me dar
    exactamente la respuesta que yo deseo oír? ¿No nos heriría cualquier
    otra respuesta, y no lo sabe Herbie muy bien?


    --¡Valgame el cielo!-murmuró Bogert.

    La doctora le dirigió una mirada sarcástica.

    --Supongo que le preguntó usted si Lanning había dimitido. Usted
    deseaba saber que sí, y ésta es la respuesta que Herbie le dio
    .

    --Y supongo que es por esto -intervino Lanning sin entonación-, que
    no contestaba hace un momento. No podía contestar sin herirnos a
    uno de los dos.


    Hubo una pausa durante la cual los dos hombres miraron hacia el
    robot, que estaba como encogido en su silla, al lado de la biblioteca,
    con la cabeza apoyada en una mano.

    --Sabe todo esto... -dijo Susan Calvin mirando fijamente al suelo-.
    Este..., demonio lo sabe todo, incluso el error que se cometió en su
    montaje. -Tenía una expresión sombría y pensativa en la mirada.

    --En esto se equivoca usted, doctora Calvin -dijo Lanning levantando
    la cabeza-. No lo sabe; se lo he preguntado.

    --¿Y qué significa esto? -gritó Susan-. Sólo que no quería usted que
    le diese la solución. Hubiera herido su susceptibilidad tener una
    máquina capaz de hacer lo que no puede hacer usted. ¿Se lo ha
    preguntado usted?
    -añadió dirigiéndose a Bogert.

    --En cierto modo -respondió Bogert, tosiendo y sonroj ndose-. Me
    dijo que entendía muy poco de matemáticas.


    Lanning se rió en voz baja y la doctora lo miró sarcásticamente.

    --¡Yo se lo preguntaré! -dijo-.Una solución dada por él no puede herir mi vanidad. ¡Ven aquí!-añadió levantando la voz.

    Herbie se levantó y se aproximó con pasos vacilantes.

    --Sabes, supongo -continuó-, exactamente en qué punto del montaje
    se introdujo un factor extraño o fue omitido uno esencial...


    --Sí -dijo Herbie, en un tono casi inaudible.

    --¡Alto! -interrumpió Bogert, furioso-. Esto no es necesariamente
    verdad. Desea usted saberlo, eso es todo.

    --¡No sea idiota! -respondió Susan Calvin-. Sabe tantas matemáticas
    como Lanning y usted juntos, puesto que puede leer el pensamiento.
    Dele ocasión de demostrarlo.


    El matemático se inclinó y Calvin dijo:

    --Bien, pues, Herbie, dilo. Estamos esperando. -Y en un aparte, añadió-: Traigan lapices y papel.

    Pero Herbie permaneció silencioso y con un tono de triunfo en la
    voz, la doctora continuó:

    --¿Por qué no contestas, Herbie?

    Súbitamente, el robot saltó.

    --No puedo. ¡Ya sabes que no puedo! ¡El doctor Bogert y el doctor
    Lanning no quieren!


    --Quieren la solución.

    --Pero no de mí.

    Lanning intervino, con voz lenta y distinta.

    --No seas loco, Herbie. Queremos que nos lo digas.

    Bogert se limitó a asentir. La voz de Herbie se elevó a un tono
    estridente.

    --¿De qué sirve decir esto? ¿Creéis acaso que no puedo leer más
    hondo que la piel superficial de vuestro cerebro? En el fondo no
    queréis. No soy más que una máquina a la que se ha dado una
    imitación de vida sólo por virtud de la acción positónica de mi cerebro,
    lo cual es una invención del hombre. No podéis quedar en ridículo
    ante mí sin sentiros ofendidos. Esto está grabado en lo profundo de
    vuestra mente y no puede ser borrado. No puedo dar la solución.


    --Nos marcharemos -dijo Lanning-.Díselo a la doctora Calvin.

    --Sería lo mismo -gritó Herbie-, puesto que sabríais que he sido yo
    quien he dado la respuesta.


    --Pero comprenderas, Herbie -prosiguió la doctora-, que a pesar de
    esto, los doctores Lanning y Bogert quieren saber la respuesta.

    --Por sus propios esfuerzos -insistió Herbie.

    --Pero la quieren, y el hecho de que tú la tengas y no se la quieras
    dar los hiere, ¿comprendes?


    --¡Sí! ¡Sí!

    --Y si se la das, les herirá también.

    --¡Sí! ¡Sí! -Herbie retrocedía lentamente y la doctora iba avanzando al
    mismo paso. Los dos hombres los miraban helados de sorpresa.

    --No puedes decírselo -murmuró la doctora-,

    Herbie estaba acorralado contra la pared y cayó de rodillas.

    --¡Basta! -gritó-. ¡Cierra tu pensamiento! ¡Está lleno de engaño, dolor
    y odio! ¡No quise hacerlo, te digo! ¡He tratado de ayudarte! ¡Te he
    dicho lo que deseabas oír! ¡Tenía que hacerlo!


    La doctora no le prestaba atención

    --Debes decírselo, pero si se lo dices los hieres, de manera que no
    debes; pero si no lo dices los hieres también, de manera que...


    Y Herbie lanzó un grito estridente...

    Fue como una flauta aumentada hasta el infinito, un silbido
    desgarrador y penetrante que resonó en todos los mbitos de la
    habitación. Y cuando se desvaneció en la nada, Herbie se había
    desplomado, reducido a un montón informe de inerte metal.

    --Ha muerto -dijo Bogert, lívido.

    --¡No! -exclamó Susan Calvin, estremeciéndose y lanzando salvajes
    carcajadas-, no ha muerto, se ha vuelto loco. Lo he enfrentado con el
    insoluble dilema y ha sucumbido.
    Última edición por Yargo; 03/03/2009 a las 23:06
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  19. #19
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Lo prometido es deuda, asi que:
    Episodio del Enemigo
    por Jorge Luis Borges

    Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no se griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dió unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
    Me incliné sobre él para que me oyera.
    - Uno cree que los años pasan para uno, le dije - pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que ocurrió no tiene sentido.
    Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
    Me dijo entonces con voz firme:
    - Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
    Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
    - En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
    - Precisamente porque ya no soy aquel niño, me replicó - tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
    - Puedo hacer una cosa,
    le contesté.
    - ¿Cuál?, me preguntó.
    - Despertarme.
    Y así lo hice.
    "I am the bone of my sword.Steel is my body, and fire is my blood.I have created over a thousand blades.Unknown to death.Nor known to life.Have withstood pain to create many weapons.Yet, those hands will never hold anything.So as I pray, "Unlimited Blade Works."

  20. #20
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    Predeterminado Re: Relatos Cortos

    Asnos estúpidos
    Isaac Asimov

    Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados anteriormente: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño no había habido que tachar jamás ninguno de los nombres anotados.


    En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increiblemente anciano, levantaba la vista, notando que se acercaba un mensajero.

    — Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!

    — Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.


    — Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.


    — Estupendo. Estupendo. Actualmente ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son ésos?


    El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.


    — Ah, sí -dijo Naron-. Lo conozco.

    Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.


    Escribió, pues: La Tierra.


    — Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado de la inteligencia a la madurez tan rápidamente. No será una equivocación, espero.

    — De ningún modo, señor -respondió el mensajero.


    — Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?

    — Sí, señor.


    — Bien, ése es el requisito -Naron soltaba una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.


    — En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los Observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.


    Naron se quedó atónito.

    — ¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?


    — Todavía no, señor.


    — Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?


    — En su propio planeta, señor.


    Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:


    — En su propio planeta?


    — Si, señor.


    Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable como nadie en la galaxia.


    — ¡Asnos estúpidos! -murmuró.
    Última edición por Yargo; 13/03/2009 a las 10:09
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